Las informaciones son claras, reveladoras y como para disipar toda posible duda.
En efecto, en fecha muy reciente el primer ministro de Iraq, Nuri al Maliki, pidió a Washington un apoyo sustancial para su país en la lucha contra el terrorismo.
Parecería un contrasentido, si se recuerda que esa nación árabe se ha visto por años plagada de tropas interventoras norteamericanas y del resto de sus aliados de Occidente, junto a miles de efectivos de las llamadas Agencias de Seguridad -léase netos mercenarios- precisamente para “liberarla de terroristas por toda la eternidad.”
¿Acaso no fueron tildadas de partidarias del terror las depuestas autoridades de Bagdad, e incluso de ser capaces de sembrar el caos y la muerte con el uso de armas de exterminio masivo que nunca aparecieron?
Pues resulta que luego de semejante avalancha de “salvadores” extranjeros con sus programas de torturas, allanamientos violentos, apresamientos masivos, asesinatos y destrucción de la infraestructura local, el terrorismo no se ha ido de Iraq, es más, florece y se extiende.
En consecuencia, el propio Al Maliki, al reclamar el concurso de la Casa Blanca, lo que supondría una acendrada continuación de la presencia militar foránea en Iraq, afirmó que “el terrorismo y la violencia religiosa han aumentado en estos últimos meses, los más mortíferos en cinco años, con ataques frecuentes contra los efectivos de seguridad y el Ejército, y contra la comunidad chií.”
Para el titular, el asunto se debe al “vacío que se creó en algunas zonas a raíz de las revoluciones de la llamada Primavera Árabe”, y advirtió sobre los “riesgos” de una victoria terrorista en Iraq y en el resto de Oriente Medio.
Pero desde luego, ese sería apenas uno de los criterios en torno al retorcido panorama que se ha venido conformando en una de las regiones del orbe más políticamente complicadas y a la vez codiciadas por los grandes intereses hegemónicos.
Sectores que a nombre del auto impuesto título de “garantes universales contra el terror”, identificados los ejecutores únicamente entre aquellos que no les resultan anuentes, echan mano sin mayores prejuicios a cuanto instrumento les permita imponer su modelo de dominación, no importa su catadura ni su ausencia total de límites.
Lo han hecho a lo largo de la historia y de la geografía planetaria, y lo repiten ahora en un región que estiman estratégica no solo por sus riquezas energéticas, sino además por su cercanía a Rusia y China, los dos grandes oponentes a batir.
De ahí surgió, por ejemplo, el maridaje con lo señores de la guerra afganos, del estilo de Gulbuddim Hekmatyar, experto en quemar con ácido el rostro a las mujeres locales que no lo escondieran tras el velo tradicional, así como en cercenar la nariz, los párpados y la boca, a filo de puñal, a prisioneros y pretendidos desafectos.
Una figura que fue literalmente liquidada cuando Washington, en contubernio con Osama Bin Laden, ex amigo de Hekmatyar, apostó por los talibanes al frente de Afganistán hasta la ruptura provocada por los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Grupos de poder hegemónicos que auparon el surgimiento de Al Qaeda y de la alianza con los extremistas islámicos para oponerlos el nacionalismo árabe y a los movimientos sociales progresistas del área, a la vez que ejecutar el derrocamiento de administraciones incómodas como la de Libia, y promover “soluciones” similares en Siria.
De manera que el terrorismo llegó precisamente a Iraq de la mano de la invasión extranjera, como lo ha hecho, ya lo decíamos, en suelo libio y pretende ejecutarlo en el escenario sirio.
Y es que la táctica imperial no se detiene ante miramientos de ninguna índole, y por tanto es capaz de cerrar pactos oportunistas con toda suerte de fanáticos exaltados mientras sean útiles a los intereses de dominación universal. Luego, si reclaman autonomía y pretenden morder la mano del amo, con borrarles del mapa basta.
Solo que tan “sencilla” fórmula no resulta fácil de adoptar en muchos casos, porque como microbios letales, una vez posesionados del cuerpo de la víctima, los partidarios del terrorismo insisten en devenir epidemia imparable con ambiciones muy particulares.
En pocas palabras, una bomba de tiempo que bien puede acumular carga suficiente como para dejar sin cabeza a sus propios promotores.
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