En medio de un universo mediático sumamente excitado por la posibilidad de una agresión armada norteamericana a Siria a instancias del presidente Barack Obama, otras situaciones candentes como las controvertidas secuelas del aún reciente golpe militar en Egipto, parecerían haber languidecido públicamente.
Sin embargo, lo cierto es que, arropados momentáneamente por la “cortina de humo” informativa que se desprende de los pronunciamientos y disposiciones hostiles de la Casa Blanca contra Damasco, los mandos castrenses egipcios, autores de la asonada del pasado julio contra el gobierno islamista del mandatario Mohamed Mursi, no han cesado por un instante en sus intentos por aferrar sus condiciones en el milenario país de las pirámides y los faraones.
Se ha llegado incluso al contrasentido de retirar cargos y sacar de la cárcel al ex dictador Hosni Mubarak, al tiempo que se anunciaba el enjuiciamiento de Mursi acusado de planear el asesinato de funcionarios y civiles contrarios a su administración.
Ello, junto al apresamiento y confinamiento de los principales líderes de los Hermanos Musulmanes, el partido del depuesto presidente, y la continuación de las acciones represivas contra los manifestantes islámicos que demandan el respeto a los resultados de los comicios generales en los que Mursi se anotó la victoria.
En pocas palabes, que nada o muy poco ha cambiado en el contexto egipcio, salvo el paso al ostracismo mediático de una situación en extremo grave que mereció hasta hace muy poco la condena y el cuestionamiento de importantes sectores de la opinión pública internacional.
Y desde luego, este deslizamiento de la realidad egipcia a un segundo plano beneficia a los represores y a quienes les apoyan explícitamente o tras bambalinas, limitándose los segundos a tibias referencias sobre la “necesidad de respeto a los derechos ciudadanos” y otras chácharas de igual talante.
Al fin y al cabo, es evidente que el golpe militar tiene importantes beneficiarios entre aquellos a quienes menos les interesa el bienestar, el progreso y la paz en el Oriente Medio.
Una bochornosa lista que incluye por igual a los gobiernos reaccionarios árabes, al régimen israelí, a Washington y a sus aliados occidentales encuadrados en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN.
De hecho, se ha escrito otras veces, los altos mandos castrenses que hoy ejercen su voluntad en El Cairo, son de los grandes receptores de la ayuda militar norteamericana al exterior, y en consecuencia, se mueven en el círculo que tolera la convivencia con lo más reaccionario del sionismo aposentado en Tel Aviv, lo que brinda asidero a una de las grandes obsesiones imperialistas en el escenario mesoriental: la seguridad y la impunidad para Israel.
Por demás, la reacción árabe no ha podido ser más explayada en torno a lo ocurrido en Egipto, al proclamar públicamente el sacrosanto derecho de las fuerzas militares locales a utilizar la extrema violencia contra los islamistas y sus pretensiones de que Mursi sea devuelto al poder.
Y es que, al fin y al cabo, los grupos confesionales extremos apegados al Islam constituyen para las fuerzas imperiales y sus acólitos regionales netos instrumentos tácticos, perfectamente utilizables cuando los intereses mutuos convergen frente a pretendidos “enemigos comunes”, pero también enteramente desechables cuado las líneas divergen.
Al final, cada quien intentará arrimar las brasas a sus sardinas, y como el en caso egipcio, resulta “saludable” cortar por lo sano y desechar todas las normas legales y “democráticas”, si con ello se pueden evitar sorpresas desagradables de socios tan díscolos e inquietantes al frente de un país clave para el presente y el futuro de todo el Oriente Medio.
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