En estos tiempos universales no van quedando mayores espacios para la imposición o la demagogia.
Y quien todavía tenga dudas de que semejante afirmación es realmente válida, basta con que revise las jornadas de trabajo del actual período sesenta y ocho de sesiones de la Asamblea General de la ONU.
Hay una demanda que se repite en boca de mandatarios, jefes de gobierno y representantes de las naciones más diversas, y es la ingente democratización del máximo organismo internacional, ese que les ha convocado una vez más en Nueva York, y en especial de su exclusivista y omnímodo Consejo de Seguridad, dotado ilógicamente de todos los poderes que se le niegan a la Asamblea General, justo el foro más representativo del orbe.
Hay que advertir que las modalidades de transformación no son necesariamente homogéneas, y oscilan, desde el interés de algunas naciones de integrarse como miembros plenos al citado Consejo en razón de su creciente influencia internacional o de la búsqueda de balance regional, hasta aquellas que solicitan el retiro del poder de veto a la selecta entidad y su traspaso al concierto general de naciones.
Pero sea cual fuese la motivación, lo cierto es que de forma general prima el sentimiento de que el destino del planeta no puede seguir siendo decidido por un grupo de poderosos “jueces globales”, con más razón cuando algunos de ellos apuestan por un loco y agresivo hegemonismo internacional.
Y es que, ciertamente, el Consejo de Seguridad, nacido en 1946 a instancias de las potencias vencedores en la Segunda Guerra Mundial, nunca ha sido una verdadera entidad representativa a partir de su propio origen sectario, y por tanto resulta fuera de lugar, con más razón, la prerrogativa de decidir por todos, mientras que la Asamblea General debe conformarse con aprobar documentos sin fuerza vinculante la mayoría de ellos.
Y esas contradicciones y limitantes a la personería de gran parte del orbe ya no es tolerable, justo cuando va pasando el tiempo del chantaje, la agresión y las burdas presiones a los menos fuertes, que a su vez van probando de manera creciente la miel de la unidad y de la verticalidad como garantías de supervivencia y futuro.
De manera que –como ya advertimos- eran de esperar entonces pronunciamientos sonados a favor de la democratización del sistema de relaciones internacionales entre mandatarios de todas las tendencias políticas y zonas geográficas.
Desde las presidentas argentina y brasileña, Cristina Fernández y Dilma Rousseff, respectivamente; hasta el conservador presidente de Chile, Sebastían Piñera, el jefe de Estado peruano Ollanta Humala, el sudafricano Jacob Zuma, o el de Mozambique, Armando Guebuza, entre otros oradores.
Posiciones que por su matiz anti totalitario y multilateralista, engarzan con las críticas de no pocos de los presentes en Nueva York a los pronunciamientos de Barack Obama en la máxima tribuna global.
En efecto, en su discurso, el jefe de la Casa Blanca no pudo sustraerse de enfatizar con total inmodestia el carácter presuntamente “excepcional” de los Estados Unidos en el mundo como ente injerencista “indispensable” para evitar el “descarrilamiento y la inseguridad planetarias”.
En pocas palabras, el impuesto papel de pretendido soberano de la humanidad que una histórica visión maniquea y retorcida otorga a esa nación, para la cual sus gobernantes no se cansan de pedir bendiciones del cielo al cierre de todas y cada una de sus mesiánicas y arbitrarias diatribas públicas.
Y es que, como bien subrayara el canciller ecuatoriano, Ricardo Patiño, al comentar las palabras de Barack Obama, todo puede resumirse a "más de media hora escuchando un reporte policial internacional del Premio Nobel de la Paz justificando cada una de las intervenciones militares estadounidenses".
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