Apremiado por sus incumplidas promesas electorales de hace más de un lustro, y atenazado por un creciente rechazo interno y externo a las reiteradas aventuras militares expansionistas, Barack Obama y su equipo han prometido abandonar Afganistán para el cercano 2014.
Y desde luego, no se trata de una salida monda y lironda. La ocupación de aquella nación centro asiática no constituyó un acto ligado a la pretendida lucha contra el terrorismo ni mucho menos, sino un neto ejercicio de geofagia, destinado a edificar el control Made in USA sobre un área clave en materia energética, y el intento por rodear a Rusia y China con un cinturón agresivo imperial.
Y es que los desplazados talibanes por su dolosa “complicidad con Al Qaeda”, según pretexta Washington, no fueron otra cosa que “hijos pródigos” de los Estados Unidos para eliminar a las autoridades izquierdistas de Kabul, poner en crisis a las fuerzas soviéticas llegadas en su apoyo y establecer un control único sobre los grupos y señores de la guerra derivados del caos armado local.
En consecuencia, no cederán un ápice lo logrado por los círculos estadounidenses de poder en casi trece años de presencia militar directa en suelo afgano, y si bien una parte de las tropas invasoras regresará a sus bases de origen, otros miles de efectivos, junto a matones de las “empresas de seguridad”, permanecerán en el tablado, bien en los nueve enclaves bélicos que quedarán como herencia gringa en el país, bien “contratados” por ministerios y entidades locales.
Y para ejecutar debidamente semejante programa, los Estados Unidos y el gobierno impuesto en Kabul se dicen empeñados en un “programa político” que establezca un sistema eleccionario nacional con la mayor participación posible de los diferentes grupos y facciones afganos, incluidos los talibanes que así lo deseen.
El asunto es claro. La dominación, para que resulte efectiva e indolora a quienes quieren ejercerla, requiere de cierto consenso que aparente aires de “concordia nacional y respeto a los cuerpos legales vigentes”.
De paso, la opinión pública quedaría satisfecha y tranquila, y se supone que nadie, o muy pocos, alboroten entonces por el hecho de que en Afganistán presten servicio “de custodia” unos cuantos miles de soldados y oficiales norteamericanos y de sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN.
De manera que con ese propósito, Qatar ha sido escenario de consultas entre el gobierno afgano y diversos grupos locales en torno a lo que se avecina dentro del esquema estadounidense de organización interna del invadido país, diálogo en el que no han faltado representantes de algunas de las tendencias que militan dentro de los propios talibanes.
Sin embargo, los obstáculos persisten para Washington y sus acólitos. Así, agencias de prensa reseñaron por estos días un comunicado del líder talibán Mullah Mohammad Omar, quien afirma que ese grupo armado, que gobernó buena parte de Afganistán con métodos extremos desde 1996 hasta el 2001, “no participará en las elecciones presidenciales del año próximo y continuará la guerra hasta que las tropas extranjeras dejen el país”.
El texto añade que “en cuanto al engañoso drama bajo el nombre de elecciones 2014, nuestra devota gente no se extenuará, ni tampoco participará”.
Según afirman algunos observadores, Mullah Mohammad Omar reside subrepticiamente en Pakistán desde que en 2001 huyó de su país bajo la presión de las fuerzas invasoras extranjeras, y aunque no ha realizado apariciones públicas o dado discursos, es tradicional que envíe mensajes a la nación y a sus seguidores, especialmente en fechas significativas para los islamistas.
Tales afirmaciones, precisan fuentes entendidas, son un balde de agua fría para la pretendida “pacificación ordenada” que proyecta Washington y que debería hacerse visible con la partida de los primeros militares ocupantes en 2014.
Por otra parte, se evidencia que todavía existen importantes puntos de fricción entre “los padres de la criatura y su añeja prole afgana”, y que al menos el sector talibán más fundamentalista no ha abandonado la idea de constituir en el país un emirato yihadista, donde no haya el menor espacio para los “demonios foráneos.”
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