Cada 12 de noviembre se recuerda la fecha fatídica de la muerte del músico universal Alejandro García Caturla y los remedianos van hasta el cementerio para llevarle flores, una banda de instrumentos y la reverencia. La villa que lo vio nacer y que tuvo las primicias del genio lo sigue reverenciando, a pesar de que ya ha transcurrido mucho desde que un disparo lo llevase de este mundo.
En lo personal, como nacido en la ciudad de Remedios, he crecido con la historia del compositor como parte de las narraciones de barrio. De hecho, la familia de la viuda de Caturla vivía a unas puertas de mi casa y hasta hace unos años yo pasaba a diario por delante de la casa ya derruida, con apenas la fachada en pie. La otrora villa pujante ha devenido en una ciudad silenciosa en la cual a veces surgen las sombras de un pasado cultural. Los días 12 de noviembre son así, sin que importe otra cuestión.
Recuerdo en medio de la pandemia cómo, aún con las mascarillas y con el miedo a morir, los peregrinos fueron hasta la necrópolis. Aquella vez, un músico joven y afamado de la provincia besó la tumba de Caturla en señal de reverencia. Eran momentos en los cuales no sabíamos si íbamos a vivir. La existencia en el país pendía de un hilo y nosotros, habitantes de una ciudad del interior, estábamos conmocionados por una enfermedad global que de pronto rompió la monotonía y nos cambió para siempre.
Caturla, sin embargo, estaba ahí y nos decía por qué era importante la cultura y hacia dónde debíamos mirar en esos instantes de dolor, aunque nos costase quizás ponernos en riesgo. El cementerio nunca estuvo más elocuente, ni la gente mostró antes tanta necesidad de reconocer la grandeza del más universal de los remedianos. Caturla sin dudas nos unía y, paradójicamente, desde la muerte, recordaba que la vida era trascendente y que valía la pena tenerla en cuenta. Pero no una pervivencia del día a día sin contenido, no una que cayese en la rutina, sino la que nos coloca en la esencia, esa que nos conmueve y que se parece al peligro.
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Caturla, como artista, no solo compuso obras que a la fecha son de difícil apreciación, sino que como ser humano desafió a todos y puso su perfil en lo más alto de la justicia humanista. Por eso no solo se trata del gesto, sino que quienes van a esa peregrinación sienten como un desafío y tratan, en su fuero interno, de realizar un pequeño y cotidiano combate contra la mediocridad y la modorra, tal y como la figura hizo en su momento, a pesar de los silencios, de las presiones, de la política que no alcanzaba a entender que los hombres la trascienden y la ponen en crisis.
Ese universalismo de la vida, ese comprender lo común desde el gesto luminoso, eran aspectos de Caturla que lo convirtieron en un héroe de su tiempo y por tanto en un mártir de la justicia que él pregonaba con su ejemplo. Caturla no solo construyó una visión más abierta de la música, sino que despejó el camino para que otros asumieran la existencia desde los paradigmas más libres e incluso hoy sigue siendo alguien lleno de polémica, de contradicciones, de genialidad incomprendida.
Y es que los hombres que son como Caturla no caben en ninguna época y por ello en esa que le tocó hubo atentados en su contra que finalmente presagiaron el final trágico en las calles de Remedios donde fue balaceado a plena luz del día. Nadie pudiera decir que el crimen iba a quedar totalmente impune, pero lo que nos duele aún es cómo uno de los genios se fue tan pronto, sin que le hiciéramos justicia en vida, luego de que los remedianos de la época lo abuchearon en los predios del teatro Miguel Brú de la ciudad.
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La historia posee vericuetos complicados y a la hora de hacerla a veces nos ponemos caprichosos, ya que la humanidad tiende a asumir su voluntad y no aquello que nos depara alguna providencia oculta. Caturla muere ese dia, pero de inmediato se inicia una especie de reivindicación en la cual todo el mundo de la intelectualidad y las artes reconocen y hacen suyo no solo el legado musical, sino el ejemplo de civismo. Eran hombres únicos que se veían reflejados en el ser que de pronto nos dejaba y se iba a un plano en el cual no podíamos verlo a diario.
En el cementerio hay soledad. A veces se ve al enterrador o a quienes van a hablar con los muertos, pero cuando vamos todos a acompañar a Caturla pareciera una tregua entre el mundo de los vivos y aquel otro. No es que se haga bulla en el lugar, tampoco es que la banda vaya con demasiados bríos porque después de todo se trata de la recordación a alguien que un día como ese fue asesinado. Pero dejan de oírse los llantos de silencio de la villa y podemos percibir con suavidad las notas de una música extraña, casi futurista, que nos relata una y otra vez la fórmula de la inmortalidad.
Caturla no está solo en ese panteón, tampoco lo está fuera. Aquí estamos sus amigos y admiradores, también, su familia que sigue siendo de músicos y artistas. El legado no desaparece, sino que la casona a veces en sus quiebres nocturnos y sus murmullos nos comunica un llamado que no sabemos decodificar. Dicen que el genio gustaba de componer en esa hora del silencio, cuando la tarde cae sobre Remedios. Dicen, además, que a pesar de ese 12 de noviembre lo sigue haciendo.
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