Para muchos en Cuba, el deporte existe solo cada cuatro años, cuando los Juegos Olímpicos anestesian la cotidiana candanga y alborotan al chovinista que todos llevamos dentro. Por estas fechas, se le piden peras al olmo, y si un cubano pierde, solo encontramos dos razones: o fue víctima de un “despojo” o sufrió una execrable insuficiencia genital, vaya usted a saber por qué.
Será por ese apasionamiento tan socorrido para justificar extremismos. Será por el vicio de tapar con un dedo el sol que no conviene. Será porque, después de todo, el deporte es un negocio millonario, y Cuba no puede ni ética ni económicamente seguirle el ritmo al mercantilismo... Y entre tanto soborno, doping y maraña, uno se vuelve paranoico y suspicaz.
Quizás en ningún deporte haya Cuba sufrido tanto ese trauma como en el boxeo: son años de peleas robadas, polémicas puntuaciones y protestas estériles. A veces no se gana ni ganando, salvo que un inapelable nocao no deje margen a lo subjetivo de una apreciación, pero… ¡hace cuánto no vemos a un púgil cubano noquear!
Antes, desde el pluma hasta el “heavyweight” subía al ring a comerse a trompadas al rival, pero ahora ha tenido que venir un chiquillo de solo 18 años a fajarse, mientras sus mayores, timoratos, juegan al estilista, marcando y bailando….
El púgil cubano en Singapur.
Ese “fiñe” que ha reivindicado la vieja escuela del boxeo cubano se llama Robeisis Ramírez, y es quizás el único deportista del mundo que puede vanagloriarse de ser campeón olímpico de la Juventud y de “mayores”, un impresionante ascenso de Singapur a Londres
Para muchos, el oro del representante cubano en los 54 kilogramos fue una grata sorpresa, a pesar de su corona panamericana en Guadalajara: total, el capitán Julio César la Cruz llegaba con ese y otros títulos, y contra todo pronóstico perdió… Sin embargo, Robeisis tenía cinco razones para subir a caerse, literalmente, a piñazos con el mongol Tugstsog Nyambayart…
“Cuando me colgaron la medalla, mi primer pensamiento fue para mis padres, mi hermana y mi novia, cuatro seres especiales por su apoyo y comprensión, y también para nuestro gran campeón Teófilo Stevenson: él estuvo ahí, presente todo el tiempo”, confesó luego.
Además de seguir los buenos ejemplos, Robeisis tiene la virtud de ser disciplinado: escucha a sus entrenadores y siempre les concede el crédito, aunque luego sea él quien tenga que hilar fino para dar y que no le den. También proyecta una impresionante confianza en sí mismo, como si en el encerado nadie pudiera vencerlo, como si de antemano conociera su victoria.
Tal actitud agradó a quienes lo vimos arrasar en los primeros Juegos Olímpicos de la Juventud, en Singapur. Hace dos años viajó al otro extremo del mundo a ganar su medalla de oro, y solo se abrió a la prensa cuando la tuvo colgada al cuello. Luego de cada pleito, su entrenador Humberto Orta era quien daba la cara tras sus escuetas declaraciones.
En la zona mixta se limitaba a comentarme que se sentía tranquilo, cómodo, siguiendo siempre las indicaciones de Orta, quien le insistía en no subestimar a ningún rival y aplicar en el ring lo practicado en el entrenamiento, de acuerdo a las características del oponente, “sin presión, una pelea a la vez”.
En la imponente Ciudad Estado de la península malaya debutó con victoria 17-3 sobre el seycheliano Stan Nicette, víctima de un aguacero de jabs, ganchos y swines de quien desde entonces pulía un temible estilo de riposta, que al final del asalto era ya un puro ataque.
Después vino un rival más exigente, el polaco David Michelus, hueso duro del Mundial de Bakú: Orta valoró en especial ese combate, por el esfuerzo de Robeisis, cuya agilidad en el golpeo, habilidad para combinar y oportuna esquiva se ganó a quienes por esos días repletaban el Centro de Convenciones de Singapur, entre ellos yo.
“Estos son muchachos en formación, con mucho talento, pero que aún no son la elite, aunque si siguen por este camino, la tradición cubana como potencia mundial del boxeo está asegurada”, me dijo entonces Orta, y el tiempo lo corroboró. Al día siguiente, Robeisis derrotó al indio Shiva Tapa, y el himno nacional de Cuba resonó en su honor.
Dos años después, al ganarle a Nyambayart en Londres, Robeisis se permitió el relajamiento que no mostró ante ningún rival, aún sabiéndose superior: “Llegué convencido de que podía lograr el oro y lo comprobé desde el primer combate”. Pero a diferencia de otros que se creen intocables, Robeisis siempre sale a demostrar y defender tal superioridad.
“Solo me dediqué a cumplir lo que me orientó mi entrenador Raúl Fernández, porque los técnicos son lo que saben. Tienen muchos años de experiencia y ven lo que nosotros no vemos”, explicó tras su consagración, sin que la gloria le borrara la memoria, pues dedicó el triunfo a los compañeros que le impidieron rendirse cuando las lesiones afectaron su preparación.
Incluso pensó que no haría el equipo, porque en los controles internos de entrenamiento no obtenía los resultados esperados. Pero Robeisis supo imponerse, para devolverles a los cubanos una fe que jueces marañeros y peleadores mediocres habían secuestrado. Y lo hizo como se hace en el boxeo: a puro piñazo, saliendo a tumbar o dejar tonto… No hay más…
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