Anochece. Amalia en el balcón: "Mira, mi mamá, caracol, caracol, ven". Yo, en un susurro: "Ahora no puedo, hija, ¿no ves que estoy durmiendo a hermano?".
Quince minutos después: "Mamá, caracol, mira, qué lindo". "Espérate, Amalia, que estoy barriendo todo el arroz que botaste, porque después tú y Abel le pasan por arriba y se arma la suciedad en una casa que yo limpié hoy".
Luego de otro rato: "Ay, el caracol, mira, mamá, mira". "Espera que tengo que fregar los platos". Pero Amalia no sabe lo que es rendirse conmigo ni con nadie ni nada: "Mamá, ven, el caracooooollllllll".
En ese momento me dispongo a editar la última nota que me resta de la edición del periódico, pero pienso, de pronto y asustada, que quizá sea un caracol gigante africano o cualquier otro bicho ansioso de comerse mi exiguo jardín. Así que voy allá, y Amalia, loca de contenta, me señala el dichoso caracol, que está en el medio del cielo y es nada más y nada menos que la luna, enorme.
Entonces le aclaro: "Hija, eso no es un caracol, es la luna", y ella empieza a cantar: "Caracol, caracol, a la una sale el sol...", y yo recuerdo el inicio de la canción: luna, lunera, cascabelera...
Qué más le da a Amalia si se llama luna o caracol, si caben en el mismo poema; qué me importa a mí cómo la llame ella, si es capaz de emocionarse tanto ante la belleza de cada noche.
Tras compartir conmigo su entusiasmo ante el caracol-luna, mi hija pasa a otro asunto, pero yo, antes de volver al mundo real, me quedo unos minutos allí, en el balcón, imaginando escenarios surrealistas, en los que un caracol gigante y multicolor ilumina el cielo, y la luna baja a hacerse una casa entre mis plantas.
Chino
19/12/23 16:45
Muy original,la verdad!!!
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