Recuerdo lo que pensé de camino a la primera reunión del círculo infantil: “Dios mío, si ayer mismo era yo quien esperaba emocionada ver aparecer a mi mamá o mi papá por la puerta del aula”.
Es así, por mucho que maduremos, una parte de nosotras siempre será esa niña que, a pesar de los años transcurridos, parece estar casi al alcance de la mano.
- Consulte además: De (re) conciliaciones y otras dualidades
El tiempo pasa veloz y la esencia que nos hace personas únicas crece, se transforma, pero en parte permanece inalterable. Cuando tenemos hijos, esa verdad se hace más presente.
Allí, en medio de las demás madres, rememoré qué trascendentales eran para mí esas reuniones, el orgullo que sentía por mi madre y mi padre, y la curiosidad por los de mis compañeros.
Las reuniones de “padres” (aunque lamentablemente papás se vean muy pocos, a veces ninguno) eran –lo comprendo ahora- el choque de dos mundos: el de la casa y el de la escuela, que pertenece casi completamente a los niños, y el primero que experimentan separados de su familia.
Las maestras eran una autoridad incuestionable, pocas vergüenzas había como que dieran una queja de una, ni felicidades mayores que ser elogiadas.
Desde la sencillez del prisma infantil, y la manera en que se engrandecen los espacios y las vivencias, aquellas tardes eran importantísimas, y nuestros familiares, muy mayores, seguros, plenamente adultos.
Ahora puedo comprender que quienes maternamos o paternamos no siempre sabemos con claridad lo que estamos haciendo, tenemos muchos conflictos y preocupaciones, y en ocasiones sentimos que nuestras crías nos aventajan en sabiduría y resiliencia.
Las reuniones escolares se convierten en un punto en la agenda del día, uno estresante (qué difícil llegar a las cuatro de la tarde en punto), y si bien no son tan definitorias como creíamos de pequeños, sí les ponemos mucha atención, porque nos brindan la oportunidad de acompañar mejor ese camino de crecimiento independiente que comienza para los hijos desde la primera vez que los dejamos varias horas seguidas fuera del hogar.
Hay algo de mágico, además, al entrar en sus terrenos, reparar en sus sillas pequeñas, sus juguetes, espiar tras la persiana para saber cómo son cuando no están ante nosotros, y disfrutar sus rostros de felicidad cuando nos ven irrumpir en un terreno que normalmente nos es ajeno.
En las reuniones o actividades conjuntas (un nombre más noble y abarcador) hay varios tipos de madre (la que mueve el pie desesperada porque se quiere ir, la que anota todo- hasta los suspiros de la seño-, la que sabe más que la propia directora del círculo o de la escuela, la que no deja el móvil…), y usualmente el único padre cohibido entre tantas mujeres.
Por sobre ello, los distintos tipos de familia, las opciones de crianza, las profesiones… hay un sentimiento superior de solidaridad: sabemos cuán difícil es cuidar a un ser humano, educarlo, apoyarlo; y deseamos hacerlo bien.
Claro que no es un entorno idílico, habrá rivalidades, desacuerdos, actitudes que consideramos inadecuadas; pero vale dar el ejemplo que quisiéramos ver imitado por nuestros niños entre sí: mucho diálogo, nada de burlas ni ironías, firmeza en los principios, y apelar a los mejores valores.
Un intercambio respetuoso entre padres y madres, y entre estos y las seños o maestras, no solo es deseable para que nuestros hijos experimenten la escolarización con más éxito, es imprescindible.
Estas reglas aplican para los grupos de WhatsApp de mamás y papás, suerte de reunión perpetua que ahora llevamos en el móvil a toda hora, pero de la que escribiré en otro momento, porque bien lo merecen.
Como en toda mi maternidad, en las reuniones aplico una receta: ser para mi hija y mi hijo una figura adulta que no traicione la niña que fui, sus necesidades y sueños.
En el refrigerador de casa tengo colgado el primer dibujo de Amalia que me entregaron en una reunión, y cada vez que lo miro revivo la ternura de esa primera vez. Soy una madre que va a reuniones, y casi ni me lo creo.
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