Las cosas que nos pasan a las madres no tienen nombre. O quizá sí; “maravillosos despropósitos” pudiese ser uno de los apelativos propuestos. Esta semana estábamos a punto de dormir, cuando mi hija empezó a hablar hasta por los codos. No es cosa que extrañe, porque ese es su momento favorito del día para conversar.
Yo trataba de leer un poco, cuando me preguntó:
–Mamá, ¿yo voy a la escuela?
–No, hija, te falta un año. El lunes vuelves al círculo.
–Ahhh. Mamá, ¿a la escuela se lleva bolsa o mochila?
–Mochila
–¿Y dónde está?
–Todavía no tienes, Nani, falta mucho tiempo.
–¿Y qué voy a echar en la mochila, mamiti?
–Libros, libretas, lápices
–¿Y los juguetes?–alzó la voz, alarmada
–No, mi amor, a la escuela no puedes llevar juguetes.
Yo dije aquello casi sin pensar, pero mi hija –que es la criatura más sensible que he tenido la suerte de conocer– empezó a hacer pucheros y luego a llorar, porque tenía la ilusión de ir a la escuela, ese lugar mágico, con una mochila repleta de juguetes.
La consolé como pude, mientras le contaba todas las cosas lindas que viviría en la escuela, y que quizá la maestra alguna vez le permitiría llevar un juguete. En eso, mi hijo menor me preguntó si él también iría, pero no le aclaré que le faltan dos años enteros (una aprende de los errores, claro).
Y de ahí pasé a motivarlos por la vuelta al círculo infantil el lunes 4 de septiembre: ver a la seño, los amiguitos, completar las bolsitas, jugar en el huerto. Cuando al final apagué la luz, y se quedaron tranquilos y felices, me puse a pensar en lo mucho que también me emociona ser testigo de cada nuevo comienzo en sus vidas.
Así fue la primera vez que cruzaron la puerta del círculo y cada vez que pasan de salón, y sé que así será en todo hito que les llegue, sea lejos o cerca de mí. Yo estaré con las botas puestas y los cordones amarrados por si me necesitan.
Y no soy la única. Una de mis mejores amigas está convaleciente de una enfermedad que la tuvo muchísimos días en el hospital, la llevó a un salón de operaciones, y aún la obliga al reposo y un largo seguimiento. Pero su hijito va a empezar preescolar y convencida estoy de que cuando ella piensa en eso y se pone en modo mamá operativa se le olvidan todos sus dolores.
Lo sé porque su escritura adquiere un brillo especial si nos cuenta de las camisas de uniforme que va a comprar, del pelado que le hicieron, de lo linda que es el aula, de lo emocionado que está.
Cuando la regañamos por haber salido de casa en esa expedición a la escuela nueva, para la matrícula, nos dijo: “No hay forma humana de que yo dejara de ir”, y la entendí. Puede que sea un autoengaño, pero creemos que nadie podrá, como nosotras, preguntar, observar, planificar y ejecutar todo lo que requiere un comienzo de quienes hemos engendrado.
Sus comienzos son nuestros comienzos, aunque les pertenezcan. Compartimos la alegría y el miedo; y nos quedamos con la nostalgia, porque ser mamá de una niña o un niño es despedirse todos los días de un ser adorable y frágil al que sustituye otro, igual de tierno, pero más independiente. Y también nos quedamos con el orgullo, porque crecen, y al andar hacen su propio camino, en el que de alguna o muchas formas quedarán nuestras huellas de madres.
Lázara Bacallao González
2/9/23 15:30
Gracias por llevarnos de la mano a esos ùnicos e irrepetibles momentos, los primeros de muestros hijos. Pude llegar hasta las puertas de las universidades con mis dos hijos y eso lo agradesco, a la bida..a ellos. Con seguridad ud también lo logrará y dejará como ahora esa huella, no solo de fotografía, sinó de testimonio escrito. Felicidades!
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