Todos las hemos escuchado, e incluso leído, alguna vez; y es curioso que ello ocurriera unas veces con desagrado, y otras, con placer. ¿Cuál es, entonces, la razón de ser de las llamadas “malas” palabras? ¿Cuándo son deleznables y reflejan pobreza lingüística de quien habla, y cuándo se convierten en las palabras necesarias y precisas?
En un primer choque empírico con ese dilema, que ha interesado a lingüistas de todas las latitudes, muchos podríamos distinguir como un indicio de que se está ante una palabra de ese tipo cuando esta forma una “frase chocarrera”, “que hiere al oído”, como diría el poeta cubano José Zacarías Tallet al referirse a lo vulgar en el habla cubana.
Sin duda, el desagrado ante el término es un elemento que desestima su uso. No obstante, habría que recordar que ese rechazo no es inherente al vocablo en sí, sino se debe a la formación cultural que han recibido los sujetos. El filólogo español Jaime Martín explica que “las palabras, consideradas en sí mismas, no son ni buenas ni malas, ni indecentes ni delicadas. Las expresiones malsonantes lo son, más que nada, por el dictamen desfavorable que sobre ellas hace la propia comunidad hablante”.
Conocer que las personas de cierto lugar determinan, de forma más o menos consciente, qué expresiones les resultan “malas”, explicaría cómo hay locuciones de una misma lengua que escandalizan según la región en la que se digan. Por ejemplo, términos como “coger” y “pisar”, que en absoluto mal suenan en Cuba, son considerados en varios lugares de América Latina como palabras “fuertes”, relativas al coito.
DIALOGUEMOS EN BUENAS SOBRE LAS MALAS
Las comunidades hablantes están compuestas, a su vez, por muchos grupos de personas, algunos de los cuales utilizan con mayor frecuencia supuestas palabras “groseras”, que para ellos no resultan tales.
Al analizar el origen de los vocablos llamados “vulgares”, el lingüista Carlos Paz García ubica su uso en las capas marginales o de accionar negativo para la sociedad; y refiere entonces que, históricamente, lo que se ha rechazado no son simples palabras, sino patrones sociales de conducta de esos sujetos, su lenguaje como la expresión oral del pensamiento.
No obstante, en una sociedad inclusiva que se construye a partir de la integración de todos sus miembros, las formas “correctas” de expresión deben establecerse con un tino que evite convertirlas en tribunas moralistas para atacar o discriminar a aquellos que “mal” se expresan al proferir dichas “groserías”. El habla es ara de todos, y la armonía comunicativa se lograría mejor a través del diálogo y el entendimiento acerca de las maneras del buen hablar, que intentando imponerlas.
DE LO MALO, UN PELO
“Cuando la llamada ‘mala’ palabra responde a la realidad mejor que ninguna otra, debido a que su carga semántica es lo suficientemente fuerte como para expresar toda nuestra emoción o intención, deja de ser ‘mala’ y se convierte en la palabra precisa y necesaria”, apunta Carlos Paz en su Diccionario cubano de términos populares y vulgares. Entre cubanos, es clásico el chiste sobre lo que expresaría una persona que se golpea el dedo con un martillo al intentar colocar un clavo.
El investigador comenta también que, en lo referente a la sexualidad, ante la opción de los vocablos científicos o los vulgares, en muchas ocasiones los hablantes cubanos recurren a estos últimos para escapar de la pedantería; raras veces se utiliza en la vida íntima o en conversaciones muy familiares expresiones científicas como contacto bucogenital, coito, vulva o pene. Paz asevera, sin embargo, que emplear los términos vulgares relativos fuera de estas situaciones constituiría una grosería.
Se trata, entonces, de las ocasiones específicas en que cada persona elige pronunciar esas palabras que podrían herir al oído ajeno, y cuidar los usos arbitrarios o indiscriminados que indican pobreza del lenguaje. La destacada lingüista María Elena Pelly dijo a los periodistas del periódico Granma en 1984: “Tenemos que procurar que nuestro pueblo aprenda a diferenciar que, igual que existe una ropa de calle y una ropa de casa, debe existir un lenguaje para unos momentos y otro para otros”.
Las palabras no son de lingüistas o de academias; son de todos. Saber que la lengua es de quienes la hablamos, más que liberarnos para su uso sin ataduras, nos confiere una tremenda responsabilidad. ¿Qué lenguaje, una vez heredado de nuestros antepasados, queremos hacer valer y legar a nuestros hijos? ¿Cómo queremos hablar, y qué queremos lograr al comunicarnos; incomprensión, rechazo, entendimiento?.
Las palabras, en las buenas y ¿en las malas?
Las palabras no son de lingüistas o de academias; son de todos. Saber que la lengua es de quienes la hablamos, más que liberarnos para su uso sin ataduras, nos confiere una tremenda responsabilidad...
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