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martes, 24 de diciembre de 2024

El hombre providencial

Su ausencia supuso un duro golpe a las aspiraciones nacionalistas de los panameños. A 31 años de la desaparición del general aún gravita la sospecha de un plan orquestado por la CIA...

Susadny González Rodríguez en Exclusivo 31/07/2012
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Omar Torrijos
Torrijos, junto al presidente estadounidense Jimmy Carter

Una muerte impertinente y sin grandeza le frustró su vocación de mártir, tal vez el aspecto más negativo de su personalidad, pero también el más espléndido y conmovedor, al decir de uno de sus grandes amigos: Gabriel García Márquez.

Faltaban apenas setenta días para celebrar sus trece años en el poder, que había asumido cuando, el 11 de octubre de 1968, al frente de una Junta Militar derrocó al gobernante Arnulfo Arias y asumió simultáneamente la presidencia y la jefatura de la Guardia Nacional. Llegaba con el cometido de desterrar el flagelo del colonialismo. En opinión de los historiadores, pocos se percataron del renacer histórico al que asistía entonces la nación istmeña; después de todo, el pueblo estaba acostumbrado a los vaivenes políticos del hemisferio y a las consignas demagógicas de sus dictadores. A treinta y un años de la pérdida del general Omar Torrijos Herrera (31 de julio 1981) todavía se siente su desaparición como un mazazo a las aspiraciones nacionalistas de los panameños.

Nunca antes un jefe de Estado de ese territorio había logrado una audiencia con un mandatario de la Casa Blanca. De la prensa gringa solo recibía cuestionamientos a su democracia, que él solía rebatir con su tremendo sentido del humor: “Para salvar la buena apariencia ante los ojos de los Estados Unidos, uno tiene que lavarse la cara con las aguas cristalinas de la democracia, y si un país no celebra convenciones políticas con payasos bailando, se piensa que es un mal país. Por eso los norteamericanos no me entienden ni a mí ni a mi país”. O tal vez fuera porque en materia de intereses no hablaban el mismo idioma. El suyo se pronunciaba a favor de la soberanía y del proceso de pacificación de la región centroamericana.

Torrijos disolvió todos los partidos políticos existentes. Instauró un Gobierno de corte populista. Desarrolló un amplio programa de obras públicas. Convirtió a Panamá en un centro bancario internacional. Logró que los estadounidenses devolvieran la base militar de Río Hato, ocupada durante tres décadas. Y mereció la condición de “Líder Máximo de la Revolución Panameña” en la Constitución de 1972. Pero su mérito más colosal fue la firma de dos tratados (1977 y 1978) para la devolución del Canal en 1999, negociaciones que lo colocaron como “la piedra en el zapato” del Imperio.

UN CHEQUE EN BLANCO

En 1973, el líder nacionalista consiguió una resolución de las Naciones Unidas para la recuperación de esa área. No pocos estudiosos coinciden en que antes de sellar el pacto y estrechar la mano al presidente James Carter el clima de los convenios parecía bastante caldeado, dadas las presiones del General por conseguir los mil millones que la administración del Norte había dejado de abonar y otros 150 millones anuales como indemnización hasta diciembre de 1999. Cuenta en una entrevista el periodista Luis Báez que uno de los negociadores istmeños sugirió no insistir en el dinero, “cuestión secundaria” en su opinión, a lo que Torrijos le respondió: “Secundaria, para el que lo tiene. Además, el pueblo panameño me ha dado un cheque en blanco y no lo puedo defraudar”.

Amén de constituir un enclave de bases Made in USA para el control del continente durante la Guerra Fría, la zona del Canal reportó ganancias incalculables a la primera potencia. Súmesele que el centro financiero creado en el istmo devino plataforma para la expansión de transnacionales y el lavado de divisas. Y por todos estos servicios el Tío Sam solo estaba dispuesto a pagar 2,3 millones de dólares al año. La abismal diferencia es como para desearle la muerte a cualquiera, ¿no?, sobre todo porque las gestiones de Torrijos no terminaron con la firma de los tratados. En esa época tramitaba con los japoneses para construir un canal a nivel del mar.

Respecto a su desaparición, Julio Yao, asesor del Ministerio de Relaciones Exteriores en los Tratados Torrijos-Carter, argumenta en uno de sus libros la culpabilidad de Estados Unidos, quien “ha demostrado históricamente hacer todo lo que sea necesario para mantener el monopolio o el control sobre la ruta interoceánica”.

En una entrevista concedida al diario neoyorquino La Prensa, el economista estadounidense John Perkins aseguró que en el “accidente” está la rúbrica de la CIA. “Su avión explotó por una grabadora con una bomba en ella”. Versiones no confirmadas apuntan que los instrumentos de la nave fueron interferidos desde tierra.

A esta tesis se suma la denuncia realizada, en 1986, por Moisés Torrijos. El hermano, ya fallecido, del presidente desenfundó unos informes que hablan de la “Operación Halcón al Vuelo”, organizada y financiada por la Agencia. Otro de los que inculpan a la famosa sucursal del crimen es su fiel escolta José de Jesús Martínez, Chuchú. “Recuérdese que ya en 1973, en los días de Watergate, cuando el imperialismo lavó en público algunos de sus trapos sucios, se reveló que Washington quería eliminar a Torrijos. El “accidente” ocurre en un sitio donde el avión no tenía por qué estar”.

A poco más de tres décadas del desastre que le robó la vida al General a los 52 años, resulta ineludible no relacionar su muerte con otras: en junio de 1980 el avión en que volaba el vicepresidente electo de Bolivia, Jaime Paz Zamora, cayó a tierra envuelto en llamas. Se manejó la teoría, aún si comprobarse, de que habían echado azúcar en el tanque de la gasolina. Después vino la tragedia del presidente de Ecuador, Jaime Roldós, y más tarde la del jefe del Estado Mayor de Perú, General Luis Hoyos Rubio.

“No es fácil creer que tantos desastres sucesivos sean casuales, porque no es tan selectivo el índice de la muerte y hasta las mismas casualidades tienen sus leyes inexorables”, sospecha en una de sus crónicas el Gabo, quien por su cercanía al General podía dar fe de que “los aviones en que volaba casi todos los días desde hacía muchos años eran buenos y muy mantenidos, y sus pilotos rigurosos eran los únicos que tomaban las decisiones del vuelo”.

La investigación del teniente Juan González también denunciaba inequívocamente un magnicidio. Pero, tras cuatro meses de pesquisa, González pagó por su inconformidad ante la decisión de archivar el caso. Los frenos de su carro “no respondieron” y perdió la vida en otro accidente.

LO VI IRSE

Todavía inquietan las palabras de Chuchú, su sombra durante ocho años, reveladas en un diálogo con el periodista Ciro Bianchi: “Hubiera querido acompañarlo en aquel recorrido, no fue posible, y hoy a muchos le parecerá mentira, pero lo vi irse, lo vi irse, lo vi irse, y tuve el presentimiento de que no lo vería más”.

El 31 de julio de 1981, el presidente Omar Torrijos sobrevolaba el brumoso Cerro Marta, al norte de Coclesito, una población modelo fundada por él como parte de su plan de actividades en esa área montañosa. Allí tenía una casa de madera, donde recibía a sus amigos y en la que solía apartarse del mundo en busca de esa “complicidad de clases” que lograba con los campesinos, con quienes expresaba su verdadera personalidad. Su bimotor Twin Otter desapareció durante condiciones climáticas extremas y no se reportó como perdido hasta un día después, debido a la limitada cobertura del radar. El cuerpo de Torrijos fue recuperado a inicios de agosto. En su equipaje llevaba consigo el último libro que leyó: La mala hora, de su compadre colombiano, que escogió no asistir a sus funerales porque, confesó luego, “nunca he tenido corazón para enterrar a los amigos”.

Con su muerte, sus “profecías”, en tercera persona, cobran significación espectral: “El general Torrijos sabe que va a morir violentamente, porque violenta es su vida. Yo sé, y eso está previsto y eso no me preocupa.

Lo que me interesa es que el día que eso pase, recojan la bandera, le den un beso y sigan adelante”. Su pueblo todavía le debe eso al hombre del sombrero alado, la cantimplora a cuestas y el tabaco cubano, que gustaba recibir a los diplomáticos sentado en su hamaca y hacerse eco de una idea martiana que citaba a su manera: “Nuestro vino es agrio, pero es nuestro vino”.

Algunos textos no le hacen justicia como político, pero ante esos testimonios su fiel guardián suscribe: “El general también tenía el corazón y la mente a la izquierda, era un hombre de izquierda, se fue haciendo cada vez más revolucionario y aun muerto lo es cada vez más.”


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Susadny González Rodríguez


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