Camilo es un nombre con el que se crece en Cuba. No solo por la consabida escena de los niños llevando flores al mar, sino por su esencia de pueblo que hace que las personas lo recuerden por encima de cualquier hecho, ideología o posicionamiento.
En lo personal, siempre me contaban la anécdota de cuando tomó el poblado de Zulueta, cerca de mi natal Remedios. Su voz se escuchaba en medio de las calmas en el tiroteo con ese llamado humanista, que ponía los pelos de punta: “Hermanos soldados, entreguen las armas, no queremos más derramamiento de sangre”. ¿Qué cosa sino el espíritu martiano guiaba al gigante a actuar de esa forma, qué valores?
Camilo se comportaba con la ética de un cubano inmenso y era el primero en el combate, siempre de pie, jugándose la vida. Una valentía que no obstante era sencilla y no ostentosa. Lo hacía porque siempre quiso proteger a su tropa y nunca exigió nada que él no fuera capaz de llevar adelante. Sus ideas, sencillas y de un obrero, poseían el arrastre de los grandes y aún hoy se habla de Camilo con brillo en los ojos.
Si alguien encarna verdaderamente la mística de la Revolución ese es él, a quien se le imagina con la imagen de la eterna juventud y su barba con el sombrero alón.
Nacido en el seno de una familia humilde de Cuba, el héroe poseía desde pequeño una propensión a la justicia y a la vida militar. Más de una vez defendió a los más débiles y sus juegos favoritos versaban sobre emboscadas. Los libros de aventuras, las láminas con los pasajes de las grandes batallas; formarían las aspiraciones del muchacho entre noble y arrojado, entre libertario y humanista. Y así se forjó esa personalidad plena de hombría real, de fuerza transformadora, de una visión casi perfecta de lo que Cuba necesitaba para ser transformada.
Y en aquellos años oscuros de la república cualquier joven que fuese como Camilo ya tenía encima a la policía o a los represores de la dictadura. El destino del joven era la lucha, las montañas. Y en ello el muchacho de la vanguardia tuvo otra vez la primicia. Así de fue conformando el hombre que a nada le temía, entre combates, con su armamento limitado y con la estrategia como manera de enfrentarse a la sobrevida de aquellos tiempos. Dicen que Camilo hablaba con sus subordinados como un familiar más.
A los que eran jóvenes los guiaba y a los que lo superaban en edad les pedía consejo. Su estilo de dirección, aunque firme, poseía ese sabor de cubanía esencial que lo distinguió entre los demás guerrilleros. Era, y en eso coinciden todos, un jodedor criollo capaz de la broma más inusitada y aún en las situaciones más duras. Nunca perdía la sonrisa amplia y el optimismo.
Así entró en La Habana, así le hablaba al pueblo. Así, con firmeza, dijo que se defendería nuestra bandera si alguien intentaba mediatizarla al lado de la otra, la imperial.
No hay que olvidar jamás a la gente así. Camilo vive en nosotros, se alimenta de lo que hacemos y posee la savia y el magma redentor de un país que requiere de esos héroes. No solo porque siempre será un tiempo de unión y de llamarnos hermanos, como él lo hizo con los soldados en Zulueta, sino porque requerimos ser pueblo para poder existir como nación.
En el aniversario de su vida, hay que acudir a su ejemplo para volver a tener la esperanza que nos otorgue vitalidad. Camilo, con esa amistad con la gente, es la sonrisa que puede sanar los errores, reimpulsar el amor y desatar la fuerza milagrosa de un heroísmo que subyace entre nosotros.
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