Cuando amaneció en Tokio aquel lejano 15 de octubre de 1964 muchos cubanos soñaban con una medalla olímpica, sabían que contaban con un hombre capaz de conquistarla… pero pocos imaginaron el completo significado de aquella hazaña.
El velocista Enrique Figuerola había dado las primeras señales, parecía el elegido para convertir en realidad aquella aspiración, premio a los aciertos de un sistema deportivo que apenas comenzaba a sentar las bases luego del triunfo revolucionario de 1959.
El santiaguero había conquistado el cetro de los 100 metros en los Juegos Panamericanos de Sao Paulo 1963, y sostenido el pulso a los mejores exponentes del mundo de la velocidad en aquella época.
En la propia capital japonesa había avanzado sin contratiempos a la final y estaba dispuesto a no defraudar a quienes le seguían, en especial a su principal inspiración: Fidel.
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El estadounidense Bob Hayes era el gran favorito. Con un somatotipo ideal para la especialidad, aprovechaba al máximo sus mejores cualidades en los metros finales de las carreras.
Para “El Fígaro” no había arma más efectiva en esa pelea que la inteligencia… dependía en buena medida de su buena técnica en la arrancada con el fin de compensar sus desventajas, en especial la superior amplitud de pasos que exhibía el norteño.
«Hay cubanos que todavía hoy piensan que pude haber ganado la final de los 100 metros planos en los Juegos Olímpicos de Tokio 1964. Ese año, Bob Hayes y yo solo perdíamos entre nosotros, pero aquel 15 de octubre no fue suficiente mi rápida reacción», dijo en una ocasión Figuerola, quien cumplió 86 años en el pasado mes de julio y guarda las sensaciones de aquel premio plateado como si hubiesen transcurrido apenas unas horas.
El primer medallista olímpico tras el triunfo revolucionario sobrepasó aquel día la meta con tiempo de 10.2 segundos, solo dos centésimas después que su enconado rival, quien igualó el récord mundial vigente para encumbrarse en la prueba más emocionante del atletismo.
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Aquel momento marcó un hito: Figuerola logró el sueño y abrió la senda que otros transitaron después para orgullo de una pequeña Isla que se convirtió en referente de grandes proezas deportivas.
Seis décadas han transcurrido desde aquella gesta que distinguió a una delegación olímpica conformada por hombres y mujeres consagrados al deporte, defensores de sus más genuinos valores, y que representaron con honor a su pueblo en suelo nipón.
«Era un compromiso grande conseguir una medalla olímpica. Yo era el de más posibilidades en ese momento, sabía que tenía que ganarla y eso me comprometió a dar más. Me considero un privilegiado por la época en que me tocó vivir, estoy feliz por todo lo que hice y lo volvería hacer de nuevo», confesó una vez este hombre, sin el que no puede escribirse la historia del deporte en Cuba.
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