Hace unos días, y con tonos rimbombantes, los contados países que aún integran la titulada “colación internacional” contra el régimen talibán, anunciaron el fin de sus operaciones en suelo afgano.
No fue, por demás, una decisión unilateral. Se trata de seguir a la cola del interventor mayor, que ya había dado a conocer el presunto retiro de sus contingentes militares dislocados en Afganistán para el cercano 2014, y el traspaso de plenos poderes a las autoridades locales.
Cesión de funciones, dicho sea de paso, que implica la permanencia “al servicio de Kabul” de grupos bélicos extranjeros de apoyo a las fuerzas armadas nacionales, así como la instalación en el país de al menos nueve grandes bases militares estadounidenses, junto a otras solicitadas por varios de sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN.
Se cumple así, de alguna manera, el “mandato” del gobierno conservador de George W. Bush, que aún sin los episodios del 11 de septiembre de 2001, invocadores de su bautizada “cruzada mundial antiterrorista”, ya proyectaba una guerra contra los talibanes cuando estos y Osama Bin Laden, una neta criatura de los laboratorios de la CIA, se tornaron díscolos, irrespetuosos y respondones ante las órdenes de Washington.
Así lo afirma el analista norteamericano Peter Franssen, quien en su libro De como los terroristas se salieron con la suya precisa que “dos días antes del 11 de septiembre apareció en los despachos de George W. Bush y de Condoleezza Rice, su asesora para la seguridad nacional, un plan para una guerra en Afganistán”.
¿El motivo? La negativa de los talibanes y Al Qaeda de compartir poderes con la Alianza del Norte, luego de que, tras varios años de apoyo exclusivo a los dos prime-ros grupos armados, la Casa Blanca llegase al convencimiento de que no podían garantizar la estabilidad necesaria para que el monopolio petrolero norteamericano Unocal concretase la construcción de una red de gasoductos y oleoductos a través de Afganistán con el apoyo de la monarquía saudí.
Esa decisión de la Casa Blanca atentaba contra los intereses del Mullah Mohammed Omar, líder talibán, y de Osama Bin Laden, de edificar en Afganistán el deseado estado confesional musulmán de carácter extremista que expandiría su “fe” por el resto de Asia Central y Oriente Medio. Una ambición que Washington siempre intentó manejar a su antojo en su maridaje con el islamismo más radical, utilizado a su vez contra los nacionalismos árabes y todo movimiento progresista en ambas regiones.
Zonas, por demás, colindantes con la extinta Unión Soviética, el viejo enemigo de la Guerra Fría, y hoy con Rusia y China, el binomio de los modernos “oponentes” al hegemonismo global Made in USA.
Y es que Afganistán siempre estuvo presente en la estrategia imperial de cerco a la URSS desde los fines mismos del colonialismo británico sobre Kabul al cierre de la Segunda Guerra Mundial.
De hecho, en 1950, la revista estadounidense Current History ya escribía que el territorio afgano “es de suma importancia estratégica porque podría servir de base para una guerra con Moscú”.
En consecuencia, desde esas fechas los esfuerzos norteamericanos por acceder a aquellos patios fueron constantes, así como su intervención en los asuntos internos para ganar adeptos o violentar la línea de neutralidad que animó a diferentes administraciones locales.
La llegada al gobierno, en 1978, de la izquierda afgana, el inicio de la injerencia armada subvencionada por Washington y sus aliados regionales en alianza con los extremistas islámicos, la forzada entrada de las tropas soviéticas en apoyo a Kabul, y los ulteriores sucesos que llevaron a la caída de la administración progresista, la conversión del país en tierra de nadie disputada por bandas armadas derechistas, y finalmente la instauración del régimen talibán como fallida garantía de estabilidad interna, son una historia cuya marcha no es ajena para nada a los círculos estadounidenses de poder.
En consecuencia, no es extraño que al anunciar su pretendido retiro para el 2014, Washington saque agrupaciones de tropas, pero deje en Afganistán las más férreas amarras para que la presa no pueda dar un solo paso por su cuenta y riesgo donde solo una voluntad, y por demás ajena, es la que debe prevalecer.
Un viejo anclaje en Afganistán
Washington, el interventor mayor, desembarcó en suelo afgano para quedarse
1 comentarios
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Juan Leonardo Alexey Moreno Gallardo desde FB
25/10/13 10:29
Historicamente a ese pais nadie lo ha logrado dominar en cientos de años...todos han tenido que salir echando un pie...claro que su cultura dicta mucho de ser lo que nosotros conocemos y queremos para nuestra sociedad,en especial para las mujeres...entre talibanes y musulmanes han hecho un mundo a su forma y revueltos entre las drogas y si era poco llego occidente a destruir lo poco que tienen...
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