Menuda revelación la que se vio obligado a hacer ante el Senado norteamericano Robert Mueller, director del Buró Federal de Investigaciones (FBI por sus siglas en ingles) de los Estados Unidos, y no por un pretendido carácter de primicia, sino por el momento en que debió abrir la boca.
Resulta que el jefe del contraespionaje gringo admitió que esa agencia ha utilizado en más de una ocasión aviones no tripulados, conocidos comúnmente como drones, para vigilancia y operaciones de seguimiento dentro del territorio nacional.
Y aunque Mueller se esforzó por intentar hacer ver que el carácter de esos vuelos espías ha sido tremendamente limitado y en condiciones muy específicas, realmente, el contexto nacional en que se produjo su alegato no es, ni mucho menos, el más propicio para tales afirmaciones.
Y es que por estos días la administración de Barack Obama enfrenta protestas y cuestionamientos tanto internos como externos, luego de conocerse sobre un solapado ejercicio de irrupción en los servicios locales de telefonía e Internet a cuenta de “combatir posibles actos terroristas”.
De hecho, Washington ha revisado un número ilimitado de correos electrónicos, y accedido a similares montos de llamadas en busca de “sospechosos”, en una violación flagrante del derecho a la privacidad que consagra la llevada y traída Primera Enmienda de la Constitución estadounidense.
Por demás, existen indicios claros de que agencias de alto vuelo en el tráfico digital como Google, Facebook y Microsoft, prestaron colaboración a los organismos de seguridad para concretar sus investigaciones contra miles de ciudadanos.
De manera que la historia de los drones en manos del FBI, lejos de amainar el temporal, le ha añadido de golpe nuevos truenos y borrascas.
Vale reiterar que la historia no es nueva. En la extensa frontera norteamericano-mexicana, por ejemplo, es común el uso de drones para detectar el paso de ilegales desde el Sur, al tiempo que —según otras versiones— esos aparatos volantes no tripulados cumplen también misiones en determinadas áreas costeras, a cuenta de detectar el tráfico de drogas.
Mientras, en el exterior, los citados aparatos norteamericanos realizan misiones de ataques pretendidamente selectivas en Oriente Medio y Asia Central, con tales niveles de “daños colaterales” (tradúzcase matanza de civiles inocentes), que sus misiones en Paquistán y Afganistán, por ejemplo, han suscitado más de una vez tirantez pública entre las autoridades de esas naciones y los mandos militares norteamericanos.
La existencia de aviones no tripulados para misiones de vigilancia y ataque se remonta a la primera guerra mundial, pero no fue hasta el cierre del pasado siglo que su perfeccionamiento y extensión ha cobrado un auge inusitado.
Los Estados Unidos han compartido además sus experiencias en ese campo con aliados claves como el Israel sionista, que ha usado los vuelos sin piloto para el asesinato de dirigentes de la resistencia palestina, entre otros actos violentos.
Con todo, y según afirman expertos en el tema, “si bien se suele informar de muchas misiones exitosas con el uso de drones, lo cierto es que esas aeronaves son altamente propensas a cometer errores en la detección y destrucción de blancos”, por tanto, la infalibilidad que algunos les atribuyen tiene una importante dosis de ficción.
Pero más allá de consideraciones tecnológicas —con su carga adicional de riesgos—, que los drones también vigilen a hurtadillas los hogares norteamericanos y la intimidad de la gente es buena muestra de que en la primera potencia capitalista la distancia es abismal entre lo que se dice y proclama, y aquello que verdaderamente se hace y ejecuta.
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