Como se ha dicho más de una vez, la “herencia” de las acciones intervencionistas imperiales en Asia Central y Oriente Medio es el caos absoluto, incluida la forzada diáspora nacional.
Y el conflicto que terminó con las autoridades de Trípoli en 2011 también ha devenido en una disputa sin final entre quienes participaron en las escaramuzas.
Se trata de gente de todo signo, desde pretendidos líderes tribales y confesionales, hasta milicias regionales, contingentes de mercenarios extranjeros, y agrupaciones de terroristas de Al Qaeda, entrenados, armados y pagados, según las propias fuentes occidentales, por los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, la derecha árabe, el sionismo, y el extremismo islámico, y cada grupo con sus intereses y ambiciones muy particulares.
De manera que a estas alturas cada quien ha adoptado su posicionamiento interno, y con ello ha llegado la hora de las rencillas y las disputas por cuotas de poder mucho más amplias, lo que ha generado niveles inusitados de violencia e inseguridad.
Lo citan los observadores extranjeros al referir que en Libia hoy no existe en realidad un gobierno central, y quienes pretenden ejercer esas funciones no tienen la menor autoridad ni fuerza para hacer valer su autoridad.
De hecho, días atrás, en uno de los síntomas más sonados de esa “enfermedad”, los grupos armados que controlan la región libia de Cirenaica, el emporio petrolero nacional, decidieron separarse del resto del país y establecer una titulada república autónoma.
Ahora, apenas el último fin de semana, y como nueva prueba del vacío de poder surgido del injerencismo foráneo, milicias del grupo armado Misrata balearon en Trípoli a una manifestación popular, con un saldo de casi medio centenar de muertos y un elevado número de heridos.
Se dice que se trató de una protesta pacífica ante los desmanes de los “rebeldes”, y que desde el cuartel de Gharghur los “insurgentes” abrieron fuego indiscriminadamente contra la multitud.
De inmediato otros grupos armados dentro y fuera de Trípoli intentaron salir a las calles en lo que tal vez imaginaron la hora de un nuevo reparto, mientras muchos vecinos de la capital se hacían de pertrechos para proteger sus barrios y viviendas.
Y mientras desde Washington llegaban las consabidas “preocupaciones” por los signos de violencia y los llamados al “entendimiento” entre las fuerzas contendientes, el gobierno libio, a través del titulado primer ministro Ali Zeidan, pedía “moderación y el cese de los combates”.
Por demás, los reportes indicaban que las tensiones no cesan en la capital Libia, y que incluso muchos de sus pobladores decretaron una huelga contra la presencia de milicias armadas incontroladas y sus actos de hostilidad contra la población civil.
Al final, el mal de fondo es evidente. Se trata de que las criaturas concebidas y usadas por las fuerzas imperiales desean hacer valer sus intereses sectoriales a toda costa y a todo costo, tal como lo han demostrado antes los escenarios explosivos que las acciones interventoras extranjeras plantaron en Afganistán e Iraq, y pretenden hacerlo ahora en Siria.
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