Llega diciembre y, como cada año desde que soy columnista de este medio de prensa, me apasiono por el tema de las parrandas de Remedios. Cubahora ha tenido siempre la deferencia de darles a los temas mal llamados locales un espacio. Y digo así porque nada hay más universal que ese pedacito de esquina sobre el cual se colocan las esperanzas, los sueños; nada existe más delicioso que ese café profundo y omnipresente que se huele en la mañana desde la cocina o el sonido de los carretilleros que marchan por las calles desde horas tempranas. Hay un submundo dentro del mundo cotidiano, ese que nos lleva a darle gracias a la vida por un día más. La revista, publicación meramente digital, ha tenido esa sabiduría, la de otorgarle a cada cosa su peso, la de no relegar nada.
Hace unos días, leyendo una crónica de Leila Guerriero sobre Roberto Arlt, me di cuenta de un aspecto duro, difícil, de esta labor del periodista: hallar temas para escribir. No siempre se dispone de un paisaje abierto de frases, de descripciones o de la narración atractiva para llenar los espacios. La cuestión no es decir, sino hacerlo con propiedad. Por ello me puse a pensar cuántas veces eché mano de lo cotidiano, de las parrandas, de los personajes populares. Sin que deje de ser franco por un segundo. Los que viven en lo simple, en la sencillez, me han salvado la vida. Los veo con una sonrisa a vivos y muertos, a parranderos y a la gente normal que uno se topa en la calle y que no pensó nunca en salir retratada con una metáfora en una crónica. Leila habla de Arlt como ese escritor que —en su labor de columnista— nos legó muchos aguafuertes que publicaba en la prensa de la época. Cuadros hechos con palabras que navegaban en el mundo de la cotidiana ciudad, en la cual hasta los detalles hablan. Era complicado hallar los temas, en ocasiones el autor salía a caminar y los encontraba en una acera, en un cartel que vendía alguna cosa, en la cara de un desconocido. Extraña manera de hacer periodismo a partir de una sociología sin sistema categorial, pero llena de la mirada y de la penetración aguda de quien vive con un don.
Tanto Leila como Arlt tuvieron que aprender este arte de tomar la realidad por los pelos y transformarla en giros idiomáticos o se quedaban sin comer. La producción periodística, en un gran sentido, responde a la necesidad directa del autor, si bien se basa en la apreciación de la veracidad de un suceso a partir de la técnica adquirida. En el caso de Arlt no solo hay que mencionar los aguafuertes, sino sus libros de ficción como la continuidad de su estudio de la vida. Entonces no hay que decir que carecer de temas es un mal, o un defecto del cual se evidencia la falta de pericia. Al contrario, es un monstruo que aqueja a todos los que tenemos que entregar con periodicidad un texto, ya sea narrativo o de mera opinión. Cubahora ha visto pasar por estas líneas a barrenderos, barberos, personas desempleadas, gente que habla como puede. Incluso han desfilado por aquí las creencias más absurdas, las supersticiones, los disparates; porque todo eso edifica una verdad mayor que es la de la sociedad que nos ha tocado con sus matices y puntos de vista a medio camino entre la razón y la locura.
Escribir no es lanzar palabras, no es llenar un espacio; aunque a veces quien firma una columna haya sentido ante la página en blanco un vértigo, un espasmo como de muerte. Parir una columna es como darle una luz a algo que ya estaba vivo, pero que de pronto toma corporeidad. Este homúnculo salido de la invención de los autores no solo comienza a caminar por sí mismo, sino que influye en otros que ni siquiera conocemos. Cada texto genera otro texto de manera sucesiva e infinita hasta que se completa el ciclo y todo regresa al mismo sitio de partida. Supongo que eso buscaba Arlt en sus andanzas para escribir los aguafuertes —historias a fin de cuentas sobre lo intrascendente— y que le otorgara a la creación un papel como de mesías de la nada.
Nunca me he quedado sin temas para Cubahora, pero una columna sobre los textos que he sacado pudiera ser un material interesante. Como aquellas veces que —trabajando en la radio en mis inicios como periodista— me di a la tarea de hacer crónicas sonoras no sobre el presente, sino acerca de los imaginarios sociales de siglos atrás. Era una especie de ingenuidad que se disfruta, que no se puede enmarcar en los cánones de la inmediatez, pero que la gente agradece. El mundo de vez en cuando quiere que hagas sentir grandes a los pequeños. Lo relativo de las dimensiones hace que no existan tales jerarquías y que todo dependa del prisma con el cual se le mire.
En sus crónicas, Leila Guerriero parte de un yo subjetivo —como si el yo objetivo pudiera ser posible— y construye un mundo en el cual el suceso es secundario ante del detalle que ilustra. Hay cuestiones que al enunciarse colocan el dato en el punto exacto en el cual hace eclosión. Arlt es una mezcla de observación y sentencia y no se interesa tanto por la belleza de la forma —de hecho, solía decir de sí mismo que escribía mal— como del mensaje en sí. Tanto una forma como otra son variables del periodismo. Lo que sí no podemos aceptar como un ejercicio profesional es la asepsia estilística que durante un tiempo se enseñó en las academias y que primaba en los textos de los medios, ese ser sin alma que nada dice y que avanza línea tras línea llenando los espacios. Así cualquiera escribe columnas.
En este mes de diciembre seguramente lo humano de la realidad arrojará temas para que aparezcan en estas páginas. Quizás de las parrandas nazca una concepción diferente que enriquezca este humilde periodismo. A lo mejor, la persona en apariencia más intrascendente me regala una historia. Lo cierto puede florecer en lo incierto de la vida, en los canteros más pobres hay rosas que valen la pena mirar. Es este contrapunteo entre el estilo y el contenido, entre la forma y lo interno, lo que le da sentimiento a un proceso creacional que no se detiene. Una vez, Marta Rojas me contó cómo Alejo Carpentier llegó a la redacción contrarreloj, sudado, con falta de aire. Debía entregar una columna antes de una hora al jefe de información. Se sentó, tomó un vaso de agua fría y —a lo lejos— se oyó el sonido de un amolador de tijeras. Rápidamente y con un tableteo solo comparable al de un arma de fuego en una trinchera; el escritor hizo su texto sobre dicho pregón popular. Los temas viven en el aire, flotan y se materializan cuando alguien, ese que fue tocado por la fortuna, los invoca hacia el papel.

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