Este señor era un hombre silencioso, casi un ser invisible. Su obra, sin embargo, queda en lo más alto de la historia y figura en los museos. El imaginario colectivo recuerda cada pieza que él hizo como una obra maestra. Manolo Rodríguez llegó a Remedios y se estableció en la carretera que conduce al poblado de Zulueta. Allí construyó una nave de carpintería y se dedicó al oficio de las parrandas y los muebles. Solía decir que ese era su mundo, apartado de la ciudad, entre las piedras conocidas como “dientes de perro” y las plantas que poco a poco iba sembrando en esa pequeña finca. Las orquídeas fueron creciendo en varios sitios del lugar, como símbolo de la paz y de la prosperidad de aquella familia. Manolo no solo se hizo miembro de la sociedad remediana, sino que ganó el derecho pleno de integrar la nómina de artistas de alto nivel que hicieron de las fiestas populares de la villa una de las más fastuosas del continente.
La manera que tuvo de aprender la carpintería y la electricidad fue leyendo un curso a distancia a través de una de las tantas revistas norteamericanas que llegaban a Cuba. Su esposa le dictaba las conferencias y él iba haciendo los planos. De esa forma, la escuela le expidió un diploma que él supo llevar a la práctica. Pero Manolo era un soñador, un joven que no pudo ir a la universidad y que había hecho, del amor hacia el trabajo y el esfuerzo, el mejor método para la superación y la búsqueda de sabiduría. Vinculado a los artistas populares de la villa, el carpintero pronto se hizo amigo de gente de la talla de Celestino Fortún y de Guillermo Duyos, dos grandes diseñadores. Allí comenzaba la aventura de las parrandas, entre la invención, la originalidad y el atrevimiento.
Cuentan que un día llegó Manolo a su casa con una caja de cerveza y la agujereó, luego puso detrás del cartón unas bombillas de colores. A partir de ese experimento surgieron los movimientos de luces en los trabajos de las fiestas de Remedios. Ese mismo año, en un trabajo de plaza, una pieza representaba de manera lumínica a un tiburón comiéndose un pequeño pez. Era el inicio de todo. Luego vendrían otros éxitos. Una bandera cubana, en el centenario de su izaje, aparecía poco a poco conformada por bombillas tricolores pues una paloma que revoloteaba iba colocando cada pedazo de la enseña nacional. El mensaje estaba claro, Cuba y sus símbolos son un remanso de paz y creatividad. En los años sucesivos, Manolo hizo otras proezas.
Sobre la obra de este hombre pesa un silencio injusto pues por lo general quienes reciben el reconocimiento son los diseñadores y no tanto los artesanos, pero se sabe que sin la inventiva de Manolo hoy las fiestas no tendrían muchas de las ingeniosidades que las hacen vivir a plenitud. Pero hay otro factor: la timidez del artista, que lo llevaba a quedarse en casa el dia de las parrandas. Aunque era un genio, su inseguridad no le permitía presenciar la puesta en práctica de sus obras, así que siempre iba el dia después al parque, cuando todo estaba consumado. Paradójicamente el señor que trabajaba durante el año para exponer el 24 de diciembre, ese dia se quedaba durmiendo u oyendo radio, pues gustaba de la mejor música como por ejemplo los nocturnos de Chopin. He ahí la sensibilidad de una persona sin estudios académicos pero de un talento innato.
Sobre su trabajo de plaza “El Arbolito” se sabe que fue considerado el mejor de la historia. Su exposición en diciembre de 1959 marcó una época. Era tal la belleza que la pieza se llevó hasta el Paseo del Prado habanero y allí estuvo por meses. Manolo Rodríguez tuvo la idea genial de colocarle pedacitos de cristal, de forma que la luz blanca se reflejara y fuese a dar en todas las direcciones, formándose un gigantesco caleidoscopio. El espectáculo hacía que los autos se detuviesen en la plaza de Remedios, pues muchos se bajaban para admirar aquello. Hoy, el barrio San Salvador muestra en uno de sus estandartes el triunfo de “El Arbolito” como símbolo de viejas glorias.
Las orquídeas crecieron hasta llenar las cercas de la entrada de la finca y el gran artista iba envejeciendo, reconocido por los de su gremio y por el pueblo, pero obviado por muchos otros que nunca tuvieron el honor de estrechar su mano, de tomarse un café en su taller o de conversar un rato. Aquel señor tenía los modales de un caballero, jamás se le recuerda un exabrupto, ni una palabra mal dicha. Una vez cuentan que se dio un fuerte martillazo en un dedo y, aun en medio del intenso dolor, su rostro era apacible y bondadoso. Aunque tenía un grupo de aprendices en su nave de trabajo, Manolo sabía que una parte de su legado y de la inventiva se iria con él. Cuando dejó de atarearse para las parrandas, se detuvieron los experimentos y aportaciones que cada año eran la delicia de los espectadores. Ya pesaban el tiempo, el cansancio y los deseos de dedicarse a los nietos y sus dos hijas: dos eminentes muchachas profesionales de la villa.
No pudiera decirse que Manolo languideció, su voz aun fue escuchada muchas veces como artista con experiencia en las conversaciones entre colegas. En ocasiones su crítica asertiva estuvo presente en la plaza de la ciudad, cuando alguna obra no quedaba lo suficiente terminada. Su casa, antes una nave de trabajo de los barrios parranderos, fue tornándose el hogar bullicioso de los nietos, en el remanso de paz del anciano. En las paredes, junto a varios retratos familiares, había cuadros de su autoría que representaban paisajes urbanos del centro de la ciudad. Las estampas aún están allí, como muestras de un tiempo que se esfumó, en el cual se vivieron grandes sucesos. Hoy, buena parte de esa decoración se mantiene intacta en la vivienda familiar de los descendientes.
Manolo es reconocido por los especialistas, pero poco nombrado por las nuevas generaciones. Cuando vemos un trabajo de plaza iluminado, deberíamos recordarlo. El artesano silencioso no quiso otras glorias que la sencillez de una ancianidad tranquila, entre libros y árboles, en la finca de las afueras de Remedios.
Las historias pequeñas conforman los inmensos ríos de los sucesos más trascendentes. Allí, en los recodos más humildes, yacen hombres que vivieron consagrados a una idea del arte y de la belleza que perdura más allá de la vida humana finita. Manolo figura en ese paraje, indicándonos que quizás el año que viene decida volver con sus andanzas y experimentos, invenciones y originalidades. El imaginario tiene muchas dimensiones a través de las cuales se viven las esencias con intensidad y de forma auténtica. Más que un artesano, el hombre fue una época dorada que persiste y se manifiesta.
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