Cuando el pueblo cubano escuchó por primera vez la estremecedora “Marcha triunfal del Ejército Rebelde”, declamada el 1.0 de enero de 1959 en la voz de Eduardo Egea durante el programa Jueves de Partagás del canal 6 de la televisión, se sabía que algo muy extraño estaba sucediendo, a solo unas horas de la noticia de la huida del tirano Fulgencio Batista. La caravana de la libertad del Ejército Rebelde, que salió desde Santiago de Cuba para La Habana después del 2 de enero, protagonizaría esa marcha por el escenario de toda la Isla hasta su llegada a la capital el 8 de ese mes, como una espectacular y gigantesca puesta en escena que conmocionó a la nación. Una singular preparación artística y política del poema de Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, había antecedido al suceso, y no es posible que el arte pueda anticiparse con tanta precisión y efusiva aceptación popular a una exclusiva realidad política, si no existe un talento poético que ha indagado profundamente en la Historia y ha conocido bien al pueblo cubano en un ejercicio político continuado en los medios y en el activismo.
Tres discursos literarios de la obra de El Indio Naborí en tres etapas diferentes —unos predominando sobre otros según el lapso—, acreditan una trayectoria coherente en la búsqueda de la justicia y la felicidad, mediante la poesía, el periodismo y el ensayismo, que devino magisterio. Antes de la Revolución y en sus primeros años como creador, consolidó sus conocimientos de la décima y la poesía popular; posteriormente entregó valiosos ensayos sobre estos temas, y en una última etapa no solo se acreditó como uno de los grandes especialistas como cultor e investigador, sino que perfeccionó sus dotes como poeta, ampliando sus posibilidades hacia otros asuntos y formas.
La “Marcha triunfal…” fue el paradigma en la primera etapa, cuando ya poseía una escritura lograda después de su fama como cantor del verso improvisado, especialmente la décima, pero también de otras formas poéticas, y por su ininterrumpido entrenamiento en el periodismo desde los años 30. Nacido en el seno de una familia amante de tradiciones y folclor de origen español, asistía con frecuencia a guateques por los campos cubanos, mientras su participación en la radio y en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo lo preparó en otras lides. Para la historia quedó “la controversia del siglo” entre él y Angelito Valiente en 1955, en San Antonio de los Baños y San Miguel del Padrón, ante miles de asistentes. Sus dotes como improvisador y la multiplicidad de trabajos y oficios contribuyeron como método creativo y fuente de inspiración para que su obra declamada, sus artículos en la prensa y sus audiciones por la radio lograran un impacto comunicativo extraordinario.
Pero no solo la vida forma al artista. Si bien desde este primer momento y lacerado por tanta injusticia social e infelicidad en las familias campesinas, ingresó en el Partido Unión Revolucionaria, en cuyas filas conoció a Juan Marinello, Mirta Aguirre, Nicolás Guillén, Manuel Navarro Luna, Raúl Ferrer…, la superación constante, inducido por estos intelectuales revolucionarios, lo puso en contacto con un pensamiento social y político de avanzada, así como con técnicas y estilos literarios nacionales e internacionales, que pulieron sus dotes como intelectual. El estudio completó su proyección cultural y su eficacia social, y pulió sus aspiraciones de transformación revolucionaria.
Pronto fue incluido dentro del neopopularismo, todavía siguiendo cánones españoles; sin embargo, Orta Ruiz fue integrante activo también de las posvanguardias latinoamericanas, que revalorizaron el papel de la comunicación entre el creador y los receptores. Su horizonte se ensanchó en el versolibrismo, ya a las puertas de su segunda etapa. Su obra poética continuó con los temas campesinos y sobresalió en el cultivo de la décima y el romance fundamentalmente, sin descuidar asuntos sociales y personales ni otras métricas y el verso libre, que le ampliaron el diapasón popular en los años de la épica revolucionaria.
El adiestramiento adquirido para la comunicación social en el periodismo desde las páginas de la revista Bohemia a partir de 1957 —no solo con poemas, sino también con crónicas, artículos y reportajes—, lo condujo a la escritura de artículos de fondo, confundidos a veces con el ensayo, dedicación principal en una segunda y rica etapa, implicado además en las tareas de su tiempo como la Campaña Nacional de Alfabetización y los combates de Playa Girón. Exaltó la visión más completa de la obra de Juan Nápoles Fajardo, El Cucalambé, y la proyección de la espinela española en una cultura que se hacía cubana; sus publicaciones sobre la décima y el folclor criollos han devenido textos de consulta; realizó uno de los mejores estudios sobre el criollismo y el siboneyismo en Cuba, y su evolución e inserción en América Latina, y merecen atención sus análisis acerca de la poesía gauchesca y el pensamiento martiano relacionado con la poesía popular, temas poco destacados cuando se habla de su labor cultural.
Desde entonces El Indio Naborí fue reconocido como uno de los más importantes ensayistas sobre la cultura popular, atento a la perspectiva histórica y al aprovechamiento de las formas llamadas cultas, para romper divisiones elitistas. El trenzado entre estas culturas en su obra poética ha sido una de las claves de su éxito en los medios académicos y comunicativos, y entre los sectores más populares, en especial los campesinos.
La última etapa de su creación estuvo marcada por la pérdida de la visión. Se ha especulado mucho sobre los métodos creativos que hubo de transformar, y se ha comparado su caso con el de Jorge Luis Borges. Aunque estos dos poetas pudieron recuperarse y reacomodarse a una nueva manera de crear, quizás debido a la enorme memoria de ambos; el contenido de los recuerdos y la manera de organizarlos y expresarlos bajo nuevos métodos, diferían notablemente, al igual que sus respectivos compromisos con la literatura y la sociedad. El interés de Borges por lo fantástico y su indagación por el reverso de la realidad lo situaban en un camino creativo muy diferente al del Indio, capaz de improvisar y condensar realidades en la vía de la justa belleza. Un asunto los unía: la fugacidad de la vida, tratado de dos maneras distintas.
Orta Ruiz, debido a su ceguera, asumió una nueva arquitectura para la creación de sus poemas; su dirección más afanosa se dirigió a lograr un peso mayor en el pensamiento abstracto, a veces bajo una asombrosa premonición de la muerte. Aquellos borradores del aire que habían sido las improvisaciones aprendidas en la oralitura juvenil, se convirtieron en una literatura coloquial con evocaciones permanentes del paisaje cubano y los énfasis sociales más perdurables de su vida fijados en una escritura abierta a temas universales y eternos de la poesía.
Las nuevas promociones de cultivadores de la décima reconocían unánimemente el magisterio de El Indio Naborí porque había enseñado que la espinela no podía ceñirse a imitar el espíritu patriótico alentado por pasadas generaciones, ni a la música esencial que diseñaron esos modelos tradicionales. Exigía renovación, nuevos temas y construcciones en la imagen, sin renunciar al acento popular. Alentaba la incorporación de nuevas proyecciones patrióticas cargadas de cubanía para defender la justicia social ante otros peligros, pero sustentadas en un discurso verdaderamente artístico, resultado del estudio. La madurez expresiva, que superó cualquier “nativismo”, hizo una amplia cosecha en recorridos por todo el país para participar de la renovación de los años 80, acompañando a noveles decimistas en empeños de abrir una mayor dimensión estilística y estética a la estrofa, cuando algunos la creían agotada.
Recuerdo sus llamados a los jóvenes para que usaran más herramientas creativas de la versificación, para que incluyeran nuevas músicas en el espectro sonoro de la décima, con pleno dominio del lenguaje. Hoy esta sabiduría muestra frutos sobresalientes en figuras consagradas como Alexis Díaz Pimienta y Tomasita Quiala entre una pléyade de cantores, adolescentes y niños, con gran altura y riqueza estética. Detrás de ellos está la presencia fundadora de El Indio.
Por los años 90 la voz íntima del poeta alcanzó un notable perfil estilístico. Al reafirmar la proyección martiana de que cada emoción en el verso trae su traducción formal, el Indio, obsesionado con la comunicación y la posibilidad de conmover después de conmoverse, publicó libros esenciales como Entre el reloj y los espejos (1990) y Con tus ojos míos (1995). En su compilación Desde un mirador profundo (1997) se demuestra su necesidad de descubrir otros ojos para dar más vista y precisión a sus sentimientos bajo la bandera de la justicia y la felicidad. En los diez sonetos antologables “Una parte consciente del crepúsculo”, reflexiona sobre el tiempo que “cae sobre nosotros” y apenas se siente su caída, el tiempo que cambia “el rostro que hay en mi espejo”; habla de cómo nos convertimos en paisaje sin darnos cuenta hasta concluir con su real preocupación: “No me duele morir y que me olviden, / sino morir y no tener memoria”.
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