La gestación subrograda (o, para quien lo prefiera, el tema de las madres de alquiler) lleva dando guerra dialéctica en el cine desde hace mucho tiempo; hagamos memoria y rescatemos "Un bebé para mi esposa" (James Bridges) a comienzos de los, cinematográficamente, salutíferos setenta, una de las primeras películas en plantear el dilema en la gran pantalla. En tiempos tendentes a la polarización, un asunto tan delicado (y, por tanto, sujeto a infinitos matices) ha quedado para prender trincheras en las redes sociales, incendiar las tertulias de sobremesa y dar lugar a artefactos cinematográficos en mayor o menor medida didácticos, más o menos pedagógicos, parcialmente oportunistas y, por lo general, argumentativamente endebles y cinematográficamente escuálidos.
De la quema se salvaba la reciente "La hija" (Manuel Martín Cuenca, 2021), estimable película, si acaso excesivamente autoral y, por tanto, demasiado altiva, autoconsciente y ensimismada, con la que "La jefa" guarda más de un punto en común en lo meramente narrativo. La película del hasta ahora cortometrajista Fran Torres, a partir del guion de Laura Sarmiento, juega en otra liga y demuestra que el chascarrillo social, el dilema sociopolítico o moral generador automático de trifulcas y memes, es también la mejor arcilla para un tipo de cine que no se avergüenza de su adscripción genérica.
Torres y Sarmiento utilizan el actual clima de explotación laboral encubierta y el cinismo de los neoyuppies, tantas veces parapetado tras conceptos como el empoderamiento y la autorrealización, tantas veces glamourizado en películas y teleseries norteamericanas, como punto de partida para el juego de poder, la inmersión en la morbosa turbiedad del alma humana y el thriller canónico de punzón malsano que atrapa en forma de tela de araña, a mayor gloria de dos actrices mayúsculas: Aitana Sánchez-Gijón, en el papel más Joan Crawford de su carrera, y la joven y hechizante Cumelen Sanz, a la que recordamos en "Lejos de casa" (2020) de Laura Dariomerlo. El toma y daca entre ambas, su juego entre el complicidad y la insania, es el motor de la historia y el malicioso duelo entre féminas de armas tomar se convierte también en umbral para el bárbaro espectáculo y la ponzoñosa intriga.
Tira a mamá del tren
Expuesta su astuta y pertinente equiparación, boca arriba las cartas de su discurso, La jefa deja de lado el sermón y la diatriba para convertirse en puro grand guignol. Si bien títulos recientes como la española "Ama" o la noruega Ninjababy (ambos, 2021), con distintas herramientas, reivindicaban el término "mala madre" frente a la presión social del discurso globalizado y la precariedad de la situación socioeconómica, la película de Torres se sirve del deseo de maternidad para sacar a relucir el egoísmo intrínseco del ser humano, con independencia de su género, su medular predisposición a instrumentalizar al otro (en este caso, a la "otra"), aplastándolo y sometiéndolo.
Es entonces cuando el enfrentamiento cuasipugilístico, tan físico como emocional y ante todo moral, entre sus protagonistas establece inesperados lazos con un cineasta como Curtis Hanson, con el combate de cuerpos y miradas entre Annabella Sciorra y Rebecca de Mornay en la excelente "La mano que mece la cuna" (1992), sin olvidar el de Faye Dunaway (de nuevo, Crawford) y Mara Hobel/ Diana Scarwid en el clásico "camp Queridísima mamá" (Frank Perry, 1981); todas ellas visiones incómodas, seminales y políticamente incorrectas de lo maternal que poco tienen que envidiar a los recientes títulos de Júlia de Paz Solvas y Yngvild Sve Flikke.
Muestra embriagadora y peleona del mejor teatro de la crueldad, siempre decadente y sardónico, a veces malsanamente femenino sin ser fatuamente misógino, que entronca a su vez con las mejores películas de directores como Curtis Carrington, Lee H. Katzin, y el padre de todos ellos, el Robert Aldrich de "¿Qué fue de Baby Jane?" (1962) y "Canción de cuna para un cadáver" (1964), no por casualidad maestro del Jaume Collet-Serra de "La huérfana" (2009). De esta forma, un título como "La jefa", envenenada sorpresa, trasciende discurso y etiquetado para convertirse en un atroz muestrario de maldad humana, demasiado humana de tan reconocible y, nunca mejor dicho, familiar.
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