No amo igual a mi hija y a mi hijo. Que nadie se escandalice por eso. Ambos son mi mundo. Mi felicidad depende de su bienestar. Por ellos lo daría todo, incluso la vida. Pero no, no los amo igual.
No puedo decir tampoco que ame menos o más a alguno de los dos. Tampoco tengo preferencia. Solamente los amo de modos distintos.
Es normal que así sea porque resulta imposible amar a dos personas de la misma forma. En el amor hacia el otro influye lo que somos, lo que proyectamos sobre ese ser, y también sus cualidades, cómo es y cómo esa manera de ser se entreteje con la nuestra.
Siempre habrá uno que se nos parezca más, o que tenga el mismo carácter del padre, alguno más dócil y otro más rebelde, uno muy apegado y otro alérgico al "baboseo". Y en base a sus idiosincrasias personales el amor materno o paterno se conforma y se expresa.
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No es cuestión entonces de intensidad, que esa es invariable –¿cómo escoger entre un hijo y otro?– sino de maneras. No se ama a los hijos de igual forma, se les ama diferente, como sucede con cada persona que nos inspira ese sentimiento a lo largo de nuestras vidas
Permitirnos amar a nuestra prole desde sus individualidades favorece reconocerlas mejor y establecer la crianza en base a esos rasgos.
No hay entonces que darle a todos los mismo, sino a cada uno lo que necesita: y no hablo solo de lo material, sino de actividades, tiempos, o vías de expresar el cariño.
Si cada niño se sabe único entonces no tendrán cabida las dañinas comparaciones ni los sentimientos de inferioridad. ¿De que vale proclamar a cada momento "los quiero igual" y luego comentar "aprende de tu hermano", "deberías hablar bien como tu hermana", o colocar en situación preferente a uno sobre otro?
Los celos entre hermanos son inevitables. Mis hijos me espían para ver a cuál beso primero, si le digo a uno que lo amo y al otro no, si reparto cosquillas de un solo lado... y soy cuidadosa con eso.
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Trato de jugar con cada uno a lo que le gusta, y de darle lo que sé imprescindible e importante, aunque su hermano o hermana lo crea tonto o ni siquiera le importe. Trato, en fin, de conocerlos para ayudarlos a conocerse, y me funciona.
Es, sí, más trabajoso, porque duplica los detalles y los gestos; no obstante, el amor siempre nos es leve cuando es verdadero, aunque implique esfuerzo.
La falsa idea de que se puede amar igual a los hijos nos lleva a las madres y padres de más de uno por el camino de la culpabilidad, ya tan recorrido en esta profesión por mil y una razones.
Nos asustamos porque con alguno es más fácil, porque quizá prefiere al otro progenitor, o porque tiene más o menos puntos en contacto con nosotros. Y, sin embargo, si entendemos que abrazar la diversidad de esas personitas es el mejor camino para darles lo mejor que tenemos, el alivio es inmediato.
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Amo a mi hija con una admiración raigal: es altiva, es sensible, es fuerte, y tiene el olor más delicioso del planeta. Amo a mi hijo con la suavidad de las olas: es chistoso, es tozudo, es meloso, y tiene una manera conmovedora de mirar. Los amo tanto, que muchas veces me conmuevo hasta las lágrimas, desbordada por ese sentimiento.
Tienen una diferencia de edad ínfima, la misma familia, cierto parecido físico, pero son tan disímiles como la luna y el sol, y disfruto eso, porque a su par crecen dos amores llenos de sorpresas y retos, que dentro mío se confunden, dialogan y me hacen mejor de lo que nunca fui.
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