“Fulano no sabe ni freír un huevo”, lo hemos escuchado y lo hemos dicho en más de una ocasión refiriéndonos a un hombre conocido, y aunque cada vez somos más las mujeres que ni siquiera nos plantearíamos una relación con Fulano, pocas veces nos preguntamos por qué y cómo Fulano llegó a ese estado de indefensión en su vida adulta.
Y sí, escribo “indefensión”, porque Fulano no puede vivir por sí solo. Necesitará ir de mujer en mujer o tendrá pavor de salir de un matrimonio infeliz, porque no sabe hacer frijoles, ni lavar la ropa, ni cómo se le quita la mugre a un baño, y mucho menos esos mecanismos para él casi misteriosos por los cuales una casa se mantiene en pie, limpia, ordenada, abastecida.
En resumen, Fulano no es un adulto funcional ni independiente. Dicen los neurólogos que esto último ocurre cuando una persona “dispone de la capacidad de desempeñar todas las funciones relacionadas con la vida diaria, acorde a su edad y contexto. Es decir, cuando es capaz de vivir con independencia en la comunidad recibiendo poca o nula ayuda de los demás”.
Ser funcional es “algo así como el último escalón a conseguir a la hora de desempeñar actividades. Implica en cierto modo “dominar” una tarea, conocer e implementar los pasos en el correcto orden, adecuadamente secuenciados, realizarla de manera armónica, comedida y coordinada, a un ritmo y en un tiempo equilibrado y acorde, ni muy rápido ni excesivamente lento.
“Ser funcional implica ajustarse ante los cambios en las demandas de la tarea, detectar errores en su ejecución y anticiparse a ellos. Implica adecuar la postura y el esfuerzo justo y adecuado para la misma, lograr el objetivo para el que la actividad ha sido ejecutada y además, aprender de la ejecución para perfeccionar el desempeño.
“La funcionalidad es el aspecto cualitativo de cómo desempeñamos las cosas, y aunque parezca complicado de coordinar es algo que el cuerpo adquiere automáticamente a través de la práctica”.
Basta leer estos párrafos para vernos a nosotras mismas y la maestría adquirida en las tareas domésticas, que aunque no nos gusten o tengamos trabajos remunerados muy exigentes, siempre pareciera que se nos dan mucho mejor –”como por arte de magia”– que a nuestros pares hombres.
Ellos, incluso cuando no son como Fulano, cuando han aprendido a cocinar, a limpiar y a lavar, muchas veces tienen cierta falta de destreza, que la sociedad achaca a una indisposición natural para tales menesteres.
Pero nada más falso. Ni la naturaleza, ni la evolución ni la genética determinan que las mujeres sepamos que a la camisa hay que restregarle el cuello antes de echarla a la lavadora, el punto está en la educación.
Aunque parezca increíble, las mujeres madres, las mismas que alguna vez nos hemos quejado de la inoperancia masculina, somos las mayores reproductoras de los estereotipos de género; y, si nos descuidamos, terminamos criando una niña modosita y hacendosa, y un varón de la calle, y el mundo gira y gira y nada cambia.
Así no solo les hacemos daño a nuestras hijas, frenando sus aptitudes para un universo que va mucho más allá de lo doméstico, y a las posibles futuras parejas de nuestros hijos, que heredarán un marido inútil para todas esas tareas que se repiten a diario hasta la saciedad en un hogar; también causamos perjuicio a ese futuro adulto, convertido en un ser dependiente.
Por eso mi hijo aprenderá a fregar, a lavar y a limpiar a la par de su hermana, y ambos irán a la bodega y a comprar a la placita, y también a cambiar bombillos y poner clavos… y estoy segura de que Abel me lo agradecerá, porque ninguna mujer huirá despavorida cuando le confiese que no sabe freír ni un huevo, y podrá buscar la compañía de una persona porque la ame, y no simplemente porque necesite de su asistencia.
Criar adultos funcionales, hombres y mujeres, es un imperativo de esta época. Aunque no lo parezca, al patriarcado se le tambalean las bases y hace aguas, y los propios hombres quieren cocinar y arrullar a sus bebés, y llevarlos al médico, y las mujeres buscan con quién hacer equipo y no un mero proveedor.
Un mundo más equitativo empieza por casa, por no alarmarnos si el niño juega a las cocinitas o baña al muñeco, por dejarlo meter las manos en la masa de la croqueta y que nos alcance la ropa para tender. Nos ha sido dada la facultad de moldear hombres mejores, y ese es un poder tremendo.
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