En el universo de la maternidad los rituales no son solo esenciales sino, además, intensamente poéticos. Esas pequeñas acciones que hacemos cotidianas junto a nuestros hijos, por disfrutables, forman parte de lo maravilloso de un rol tan desafiante.
Pero, más mágico aún es cuando ellos comienzan a tener edad suficiente para inventar sus propios ritos, y te hacen parte de su decisión.
Así me pasó con Amalia y Abel, cuando este último estableció que cada día, antes de dejar el círculo, hay que ponerle una flor a Martí y despedirse de él. A veces llego del trabajo exhausta, apurada, pero ninguno de los dos me permite violar la costumbre.
“¡Martí!, ¡Martí!”, grita Abel, y allá nos vamos los tres ante el modesto busto del círculo. De puntillas se ponen para verlo bien, le dejan las diminutas flores rojas y no se despegan de allí hasta que no los convenzo con la perspectiva de la merienda, los muñes y los juguetes.
Se van diciéndole adiós, y yo siempre experimento una buena dosis de felicidad, porque si bien son muy pequeños para entender a Martí en toda la dimensión de su vida y obra, ya saben que merece veneración, y que, en su amparo de bondad, es amigo de la niñez.
Apenas lo ven en la televisión, brincan y me llaman para que vea a “el Martí”; si van en un carro, alborotan ante el busto de cada empresa o barrio; y pasar por la Plaza de la Revolución se les convierte en una fiesta de la fascinación.
Un día llevaba a Abel al médico. Iba cabizbajo y llorón, se sentía mal. Pasamos frente a uno de esos bustos y levantando el índice, dijo muy bajito: “¡Martí, mira, mamá!” No pudimos menos que reír, y desde entonces lo bautizamos como el fan martiano número 1.
No es obra de la casualidad, toda la familia ha contribuido a esa pasión, y el círculo infantil ha ayudado a acendrarla. Justo hace unos días la seño nos pidió a madres y padres que les habláramos en casa, en términos sencillos, de Martí; que les leyéramos La Edad de Oro; les enseñáramos algún poema martiano; y los lleváramos a la casita de la calle de Paula.
En fechas especiales, siempre nos sugieren que los disfracemos de algún personaje salido de su obra.
Para saludar el aniversario 170 del natalicio del Apóstol, y con las donaciones familiares, las educadoras montaron en el portal una especie de sitial, del que tuve que «arrancar» a Abel, que se quedó obnubilado ante la repetición de la imagen de su Martí.
Amalia ha empezado a aprenderse los versos siempre vivos de la rosa blanca, y poco a poco ya va conociendo más de la vida de un hombre que es esencial para entender la Patria.
Llevar a nuestros hijos por el camino martiano es asegurarles una fuente inagotable de espiritualidad, en su obra y en el ejemplo de su vida hay muchos de esos valores que todos deseamos para nuestra descendencia. Es una luz precisa, una que alivia y arropa.
Fomentar ese amor, hacer que Martí entre por nuestras puertas, que sus cuentos y versos ocupen espacio en el universo infantil, es una apuesta segura en la formación de mejores seres humanos.
Martí encarna, de forma total, la belleza; la que merece ese único niño bello en el mundo que cada madre tiene.
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