Por donde ella pasa la tierra agrietada se humedece, y los retoños verdes se abren paso rumbo al sol. Si sonríe, hay estremecimientos entre los astros y al otro lado del mundo se desperezan las fieras. Cuando canta, algún niño triste que no conocemos, en alguna parte, deja de llorar y duerme.
En nuestro universo es así, ella existe y la vida esplende, como acabada de estrenar. Nació un día de octubre, al finalizar la tarde, toda ojos y pelo negros, y ya con la curiosidad y el carácter suficientes para adueñarse de su nombre y de su sitio en el mundo.
“Hija”, la llamo, porque no hay apelativo más sagrado para quien me estrenó en este oficio de darse a otro ser y de quererlo con fiebre, locura y devoción. Con mi hija aprendí en serio de incondicionalidad y amor desenfrenado, y también del miedo más rotundo, ese que paraliza la Tierra sobre su eje e incluso el tiempo, hasta que se van la enfermedad y la angustia.
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Carne de mi carne, sangre de mi sangre, hueso de mis huesos, mirarla es como situarme ante un espejo, y ver una versión evolucionada de la que he sido, más hermosa, más inteligente, más libre.
A veces tiemblo ante su cuerpo pequeño, ante su mano que aún no cubre la mía, pensando en lo que pueda herirla cuando emprenda su camino; y la abrazo fuerte, sabiendo que soltarla es también parte del regalo que le hice cuando la traje a la existencia.
¿Pero yo le regalé la vida o fue ella a mí? No establezco bien los límites. Hija soy de mi hija. A través de sus pasos aún tambaleantes vuelvo a descubrir senderos ya atravesados, y con sus preguntas reinterpreto lo sabido: ¿Por qué tienes que trabajar, mamiti? ¿Por qué los hombres no hacen de seño? ¿Por qué lees? ¿Cuándo hermano y yo no seamos niños quiénes van a ser los niños?
Ella es fuerte y me reta, y a la vez tan sensible que no soporta lo que llama “las palabras”, un concepto que engloba cualquier regaño firme. Entonces le resbalan por el rostro las lágrimas, copiosas, y educar se me vuelve un nudo en la garganta y la duda perenne de estarlo haciendo bien.
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Agradezco la suerte de tenerla, como cada día desde que la descubrieron semillita dentro mío, cuando aún su corazón ni siquiera había despertado a los latidos. Y cada día pido ser merecedora de su ser limpio y mágico, de su cabellera de Mogli y su intrepidez escaladora, de su olor a playa y su color caramelo, y de su perspicacia tremenda.
Los prodigios que logra no son solo a escala universal. Cuando me abraza, dentro se me rejuvenecen las células, y hacen sinapsis neuronas que nunca antes pensaron conversar. Cuando me besa, desaparecen par de canas y el dolor de espalda. Pero cuando me dice “te amo, mamá”, adentro se me enciende un fueguito tímido que luego se hace arrasador: soy eterna, tengo una hija.
Santa fe
17/10/23 4:28
Bello escrito, lo adoré. Me permites compartirlo? Haz descrito lo que siento
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