Cuando mi hija mayor nació, yo tenía miedo de todo; y el mayor miedo era que le pasara algo mientras no la estaba viendo. Si hubiera sido físicamente posible, habría pasado cada noche sin dormir, atenta al subir y bajar de su pancita.
Tanta era la aprehensión que a veces, mientras estaba acostada, me parecía sentir que aún se movía dentro de mí; e insistía en comer en el cuarto, al lado de la cuna, aunque ella estuviera durmiendo.
Dejarla con alguien más para salir un momento se me hacía impensable. Yo la necesitaba tanto o más que ella a mí. Como los más difíciles momentos de mi vida estarán siempre aquellos días en que estuve ingresada en el hospital sin poderla tener.
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Esa ansiedad se atenuó con los meses. Me volví a embarazar muy pronto y tuve que aprender a dejarla para asistir a cada consulta.
Ya con dos niños todo es más dinámico y no hay tiempo ni para temer. Pero ese apego no se pierde nunca, siempre creemos que bajo nuestra supervisión estarán mejor, más cuidados, seguros.
No vivir cada separación temporal como una agonía es un imperativo de la maternidad si se quiere criar hijos independientes y cultivar con ellos una relación sana.
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Hay que aprender a extrañar cuando los dejas en el círculo infantil, en casa de su papá, con los abuelos... transmitirles serenidad y paz en esos momentos; y también hacerles ver que mamá está contenta porque se vayan a divertir, porque tengan otras experiencias.
Nuestros hijos no son responsables de nuestra felicidad, aunque sí sea al revés. Nada hay más perjudicial para ellos que el chantaje emocional, el lamento, la autocompasión. Lo repito: no tenemos a nuestros hijos, ellos nos tienen.
Y claro que es difícil. Escribo estas líneas sentada en la terminal, camino a un evento en otra provincia. Mi hijo más pequeño se fue haciendo pucheros y tengo su carita triste metida en las pupilas.
Sin embargo, renunciando a los dramatismos, sé que en muy poco tiempo se le pasará la congoja y estará super feliz con su familia paterna, bien cuidado y amado. Sé, además, que es importante para mí y para ellos que me realice profesionalmente, que sea una mujer plena, con mis propias metas y objetivos.
Cuando los extraño, que es cada segundo que no están conmigo -aunque desee el descanso, el tiempo a solas o con mi pareja-, siempre me esfuerzo en convertir ese desasosiego en emociones bonitas: amor, tranquilidad, orgullo por lo inteligentes, curiosos y creativos que son.
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Miro sus fotos o videos, me río un rato y lanzo un besito al aire para que les llegue. Con mi hija, que va entendiendo más, ya tengo un pacto: cada vez que me extrañe pensará "te quiero, mamá"; y yo -le he prometido- estaré también pensando en ella.
Extrañar es parte inexcusable de amar y justo por eso vale la pena. Nunca soy tan feliz como cuando vuelvo a verlos, con sus vocecitas, sus collares de churre y sus majaderías.
A veces me gustaría volver a aquella actitud de no despegarme de ellos para no perdérmelos ni un segundo, pero los criamos para ser y no para pertenecernos. Dejar volar es lo más difícil de maternar y constituye un imprescindible aprendizaje.
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