Una falla en el sistema de cables soterrados nos dejó súbitamente sin fluido eléctrico a eso de las ocho de la noche. Supe enseguida que sería una experiencia agónica, porque no más apagarse el ventilador que tengo en la cocina para no perecer víctima de un ataque de nervios mientras preparo la comida, el sudor empezó a bajarme por la espalda, lento y amenazante.
Terminé de fregar los platos lo más rápido que pude, y la familia entera fue a refugiarse al portal, donde al menos corría un poco de aire. Después de las habituales disputas entre mis hijos por el sillón en que se sentarían, y por cuál de los dos se quedaría conmigo y cuál con su abuela (¡que me atreva yo a sugerirles que compartan sitio!), terminamos por acomodarnos.
La prole no tardó mucho en caer rendida, agotada luego de un día de círculo infantil y juegos en casa. Muy cansada también, decidí acostarlos. Abrí puertas y ventanas, y los puse en su camita.
Ilusa yo, enseguida mi pobre pequeño hijo se despertó sudado, con sueño, molesto porque quería dormir pero negándose a ello (las madres y los padres conocen esa rara actitud). Mientras lloraba y gritaba, volví al sillón, a abanicarlo, haciendo acopio de paciencia, hasta que el cansancio lo venció.
Luego fue mi hija, y tras ella, mi hijo de nuevo. Mientras ya todos dormían en casa, yo iba de uno al otro, sudada, y quedándome dormida por unos segundos, hasta que el abanico se me caía de la mano o uno de los dos despertaba, lo que sucediese primero.
A eso de las dos de la madrugada, ¡se hizo la luz!, y pudimos dormir en paz. Cuando mi esposo me despertó en la mañana –temprano como corresponde a una familia trabajadora– para darme café, tenía ganas de quedarme durmiendo como toda una adolescente. Pero no se puede.
Enseguida me puse en función de preparar a los niños, completar sus bolsitas, taparme las ojeras, etc. Yo, con batería baja, y ellos más sonrientes y felices que nunca. De camino al círculo, iban corriendo y saltando que daba gusto; ni rastro de la mala noche.
Y pensé: así son. Nosotras quedamos hechas polvo intentando hacerlos dormir, librarlos de la incomodidad, y ellos o ellas, al día siguiente, como si nada hubiese sucedido.
Con la maternidad descubrimos que hacer dormir a alguien que tiene sueño puede ser de las tareas más duras del planeta; que se puede vivir perfectamente sin dormir ocho horas; y que hay niños que duermen mejor y otros peor, pero nunca todo lo que quisiéramos.
Una nariz tupida puede ser una desgracia, porque conseguir que duerman así es una odisea. Todo tipo de catarro o malestar es inversamente proporcional a un buen descanso; y a veces puede también que se nos cuelen en la cama, y despertemos en un mar de “pipi”.
Los cólicos, la lactancia, el cambio del pañal, y luego la adaptación a su propia cama, el colecho, el frío y el calor… todo influye en los ritmos de descanso y en la calidad del sueño; pero hay una verdad irrefutable: tener hijos y andar con sueño por la vida van de la mano.
No obstante, debo confesar que no hay momento más bonito que cuando duermo en el medio de mi hija y de mi hijo. Ambos abrazados a mí, con el aroma de sus cabellos revueltos metido en la nariz y sintiendo su respiración acompasada, como un reloj perfecto que me habla de la belleza y del amor. Así es la maternidad: caos y poesía.
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