Cuando está pensativa o duda, ella pone sus dedos índice y meñique juntos y se los lleva al labio superior. A él, cuando está feliz, los ojos se le convierten en dos pozos repletos de brillo.
Para ella, bailar con la música final de la novela brasileña es un ritual inviolable. Para él ir a despertarla es una fiesta.
A ella le encantan las galletas duras de sal y que nos acostemos juntas en el sofá. A él le arrebatan las cosquillas y la leche tibia en pomo.
Ella se escapa del peine siempre que puede y de los zapatos también. Él no soporta que le limpien los cachetes con un paño.
Esos detalles y otros muchos, cambiantes y lunáticos, me los sé de memoria y me inundan, como sus carcajadas. Ella es el amor de mi vida. Él es el amor de mi vida.
Y la certeza de ese amor no está en hondas explicaciones filosóficas, lo sé porque solo a ella y a él les doy de buena gana mi última croqueta y el último tostón (esos que guardo para el final y que son los más ricos); solo por ella o él me desprendo de la última cucharada de dulce, esa que si no te comes es como si no hubieras comido. Solo ellos me hacen reír en días buenos y días malos, sin distinciones.
Ellos construyen el núcleo duro de mi felicidad: si están bien, todo lo demás se arregla. Solo ellos me despiertan esa ternura en medio del pecho, que a veces es como un fuego y otras, una catarata de agua dulce.
Por ellos siento la obligación de ser mejor persona y una persona feliz, de esforzarme más allá de los límites, de superar los miedos que ya daba por inamovibles (como el dentista, la montaña rusa y las cucarachas voladoras, terrestres y astronautas), y cocinar rico y hacer más postres.
Desde que los conozco no duermo casi ninguna mañana, las fiebres son una desgracia, y las gavetas ya no están ordenadas. Pero también desde que los conozco sé lo que es el amor incondicional, ese que lo da todo, todo, y no pide nada, nada. Y es cierto que no pido nada, ni espero.
Yo no los tengo. Ellos me tienen y estoy bien con eso; porque todas las veces, cuando ambos duermen y la noche es un silencio entero, los arropo y huelo, y entonces el amor no es una entelequia, lo puedo palpar con la mano, amasarlo, hacerlo pan, y con él me alimento para otra vez amanecer.
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