Me gusta dormir con mi hija y mi hijo. No lo voy a negar. Pocas veces duermo tan tranquila y plácidamente como cuando estoy en el medio, uno a cada lado de mí. Sentir sus olores, la respiración pausada, que me pasen un brazo o una piernita por encima se parece mucho a la perfección.
Pero también, debo decirlo, es bastante incómodo. Los dos se pegan a mí más y más a medida que la noche avanza, como en aquel juego de entre pan y pan, croqueta; pero la croqueta –o sea, yo– termina siendo un medallón.
Ella y él tienen su propia cama, pero a veces dormimos juntos los tres. El alma me lo ordena, sobre todo si han estado algunos días lejos; entonces le pido a mi pareja que se "mude" y él accede comprensivo a darnos ese tiempo de mamá y bebés.
El colecho, o cama familiar, es tan antiguo como la humanidad. Cuando las casas eran más pequeñas y allí donde mantenerse calientes era una forma de garantizar la sobrevivencia, dormir con los hijos resultaba lo más común. Luego, los inmuebles empezaron a tener más habitaciones, se inventó la calefacción, y los pequeños pasaron a las cunas y de ahí a sus cuartos.
No obstante, el colecho no ha dejado de existir; muchas familias lo asumen por necesidad, comodidad, o convicción. De hecho, se estima que en Japón, Suecia y Noruega, cerca del 90% de las familias duerme con sus hijos.
La discusión al respecto ha tomado auge en los últimos años porque la crianza con apego defiende el colecho como una experiencia sana y deseable para niñas y niños.
De hecho, la Asociación Española de Pediatría afirma que el contacto continuo favorece el desarrollo del vínculo afectivo, el bienestar del bebé, el desarrollo neuronal y la capacidad de respuestas adecuadas ante situaciones de estrés.
Sin embargo, al colechar con recién nacidos o bebés pequeños, hay que tener muchas precauciones, pues si bien favorece, además, la lactancia materna –al asegurar las tomas nocturnas a libre demanda– y garantiza sincronía de los patrones de sueño y mejor descanso, existen riesgos como el ahogamiento accidental o el síndrome de muerte súbita.
Esos peligros son aún mayores si se comparte cama con ambos progenitores, si estos están muy agotados, y si otros niños colechan a la vez.
Al final es decisión de cada familia, pero lo más seguro es que el bebé duerma en la misma habitación, pero en su propia cuna, que se puede adosar como una extensión de la cama.
Con respecto a los infantes de más edad, varios especialistas sugieren que se comparta habitación al menos hasta los tres años.
Otros, como Margot Sunderland, directora de educación del Centro de Salud Mental para niños de Londres, propone practicar el colecho al menos hasta los cinco años.
Según Sunderland, "entrenar a los niños a dormir es dañino y no hay ningún estudio que respalde esta idea. Pero sí los hay sobre cómo la separación de los padres provoca un aumento de la cortisona en los bebés. Y esa sensación de dolor incluso físico puede experimentarse más allá de los cinco años".
En todo caso, el proceso de dormir en su propio cuarto debe ser progresivo y acompañado; emocionándolos con la perspectiva de tener su espacio y presentándolo tal cual es, como un hito más de su desarrollo.
Asimismo, los especialistas afirman que incluso niños mucho más grandes necesitarán que sus padres los acompañen hasta quedarse dormidos, y alguna que otra vez querrán volver a dormir con ellos, lo cual es perfectamente normal y solo debe preocupar si existe un marcado retroceso, que pueda tener alguna causa emocional.
Hay, por supuesto, factores que van contra el colecho; como, por ejemplo, la necesidad de intimidad de la pareja; si no hay otro espacio o momento del día donde tener relaciones sexuales, lo mejor es que los pequeños estén en su propio espacio.
Asimismo, la experiencia debe ser cómoda para todos los implicados, si se vuelve poco placentero, y no se concilia el sueño, o el descanso es poco, lo mejor es abandonar, y buscar otras alternativas sin forzar el ritmo del niño.
Es cuestión de que cada familia logre encontrar su manera, y disfrute a plenitud todo su tiempo juntos, mientras están despiertos y también si duermen.
Yo, por mi parte, atesoro cada oportunidad de dormir con mi tribu, porque sé que crecerán pronto y ya nos les parecerá muy emocionante compartir el sueño conmigo; un día ya no querrán, se habrán hecho grandes. Las infancias no duran para siempre, pero los recuerdos que hayamos creado en ellas, sí.
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