Lo detesto. Detesto el acto repetitivo, mecánico, de lunes a viernes, de sacar los nasobucos de las bolsitas del círculo infantil, restregarlos con jabón, enjuagarlos bien, meterlos a la secadora, ponerlos en la tendedera. Y, a la mañana siguiente, de nuevo a las bolsas, y un par fuera para colocárselos a mi hija y a mi hijo antes de salir por la puerta de casa.
Lo detesto como casi todas las obligaciones domésticas, y porque a veces se me olvida y termino haciéndolo a deshoras; también porque nunca parecen tener suficientes mascarillas y desaparecen como por arte de magia.
Pero la verdad es que lo detesto porque los nasobucos me recuerdan la pandemia y, peor aún, la obligatoriedad aún vigente de usarlos en el círculo es una alerta constante de que la Covid-19 sigue siendo un drama en curso, por más que nos esforcemos en hablar de ella en pasado, en no querer de vuelta el miedo total de aquellos días.
Mucho se dijo sobre cómo esa experiencia sacó lo peor y lo mejor de las personas, de cómo cada cual proyectó los sedimentos de su alma, y también mucho se escribió acerca de lo esencial de que la humanidad se mirase y aprendiera.
Sin embargo, ¿cuánto de diferente tiene la nueva normalidad de la anterior? ¿Cambiamos? ¿Ha impactado más que en la costumbre de ponerse la mascarilla cuando se "pesca" una gripe?
Lo que tienen las crisis, una vez rebasadas, es que usualmente tratamos de desterrarlas de la memoria, de restaurar el orden anterior, diciendo "aquí no ha pasado nada".
Tal vez hacer a veces el ejercicio de recordar esa etapa sea fructífero. Si bien fueron jornadas duras, de ansiedades y dolor, donde muchas familias perdieron seres queridos y se produjeron rupturas, no hay experiencia humana que no suponga aprendizajes.
Y no es optimismo a ultranza, ni texto para cartelito de redes sociales, claro que hay situaciones desesperanzadoras, complejas, que sería mejor nunca haber experimentado; pero ya enfrentados a una realidad lacerantes, es siempre mejor buscar la luz que nos pueda haber dejado.
La maternidad fue especialmente complicada de experimentar en esa etapa, para las embarazadas estuvo el miedo permanente de contagiarse y morir, las madres recién estrenadas se vieron en una soledad muy profunda, y las de niños mayores debieron convertirse en maestras y activistas de recreación.
El cansancio, la sobrecarga y el encierro marcaron el día a día de muchas mujeres por más de dos años. Las huellas aún están. Hay quien no se ha sentido capaz de reincorporarse a las dinámicas del trabajo fuera de casa, otras luchan con el retraso en el habla de sus hijos ocasionado por el aislamiento, muchas solo se sienten "raras" en una cotidianidad no exenta de durezas en lo económico.
Yo, que abandoné el nasobuco ni bien fue legal, porque nunca me adapté a él, no quiero ni debo olvidarme de la pandemia. En esos largos meses aprendí la importancia de preparar la espiritualidad para los tiempos de infortunio: crear una reserva de reflexiones propias, de obras de arte, de hobbies, de mecanismos a los que acudir cuando la mente empieza a colapsar y con ella el cuerpo.
Ratifiqué lo vital de crear un hogar sólido y una familia unida, porque son la ramita a la que aferrarse cuando el piso se tambalea; y entendí para siempre que para ser buena madre hay que ser feliz, que darse espacios, que priorizarse a veces.
También supe como nunca de la fragilidad de la vida humana, de la temporalidad de todo lo que suponemos firme y, por tanto, que hay que defender la alegría como cosa cotidiana, y no de grandes momentos.
Comprendí, además, que dentro de lo malo siempre hay algo bueno: en el encierro me perfeccioné como cocinera, vi crecer con detenimiento a mi prole y no solo terminé dos libros inconclusos, sino que tuve tiempo para presentarlos a concursos, y gané.
En la pandemia confirmé que trabajar en casa no es lo mío, que me gusta la gente y que necesito el mundo exterior. Podrá sonar a lugar común, pero aprendí a valorar más y mejor la vida, como cuando miras detenidamente un objeto que has tenido por mucho tiempo, y cobra una nueva dimensión ante tus ojos.
Durante todo ese tiempo escribí un Diario de la Pandemia, que publicaba regularmente en mis redes sociales. De cierta forma, la escritura me salvó entonces como muchas veces. Un día, sin proponérmelo, dejé de hacerlo. Otros temas me ocuparon.
La mente humana es así, se aburre hasta de los dramas tremendos, busca siempre nuevas ocupaciones. Reparé en ese hecho y nació este texto, como invitación propia a no olvidar los días difíciles, porque de ellos nacen las recetas para vivir con más intensidad los fáciles, y todos los que vengan.
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