Si tratas de arrebatarle un cachorrito a la perra de casa, te enseñará los dientes. Si insistes en cargar el bebé recién nacido de otra mujer, notarás su incomodidad. Y la explicación vendrá muy rápido: el instinto materno.
Debido a él, dice la gente, las mujeres –mamíferas al fin– lo pueden todo: aguantan el cansancio, cuidan mejor que nadie (mejor que los hombres sobre todo) de su cría, renuncian a cualquier cosa en pos de su maternidad y están dispuestas a los sacrificios más impensados.
Dice la RAE que un instinto es el "conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie". De los instintos no se tiene conciencia, existen y en base a ello se actúa".
Para que una conducta sea considerada instintiva debe ser innata (no precisar de un aprendizaje previo); fijada (tener lugar siguiendo unas pautas de comportamiento invariables y fijas); específica (ocurre siempre ante determinados estímulos internos o externos) y tener un sentido de supervivencia para el sujeto o sus allegados.
Pero si es así, cómo se explica que tantas mujeres nunca sientan la necesidad de ser madres; o que otras no experimenten un amor inmediato por sus hijos. ¿Por qué algunas se quitan la vida sumidas en una profunda depresión postparto, agravada por la falta de sueño? ¿Y por qué tantas profesionales se debaten en la angustia de no poder trabajar tanto y tan bien como quisieran, debido a que la crianza se los impide? ¿No debiera el instinto estar por encima de todo eso?
Según la ciencia, lo primero es tener en cuenta que no es lo mismo deseo que instinto. En el primer caso, los condicionamientos sociales juegan un papel determinante. Y como el rol de la mujer en el mundo moderno ha cambiado mucho, y su nivel de éxito ya no está directamente relacionado con cuántos hijos sanos puede dar, no todas sienten esa “necesidad” de maternar, ni la plenitud haciéndolo, lo que antes era mucho más generalizado.
No obstante, incluso sintiendo el deseo, luego del parto puede no aparecer esa felicidad instantánea, ni el amor todopoderoso por la criatura; porque para ello hace falta, además de la decisión consciente de traer una nueva persona al mundo, un parto respetado, con los tiempos necesarios, el contacto piel con piel, etc; es decir, todo lo natural, que muchas veces se vulnera en el caso de las mujeres.
Luego de un parto muy medicalizado o con violencia obstétrica, a muchas mujeres les pasa como a tantas mamíferas en el zoológico: solo piensan en sobrevivir, y no sienten esa conexión «divina» con el bebé.
En el artículo Esto dice la ciencia sobre el instinto maternal, de la revista National Geographic, la eminente antropóloga Sarah Blaffer Hrdy, profesora emérita de la Universidad de California, explica que “todos los mamíferos hembra tienen respuestas maternales o ‘instintos’, pero esto no significa, como se suele asumir, que toda madre que dé a luz esté preparada automáticamente para cuidar de su descendencia. Más bien, las hormonas gestacionales preparan a las madres para responder a los estímulos de su bebé y, tras el parto, poco a poco, va respondiendo a las señales”.
En sus indagaciones, Blaffer ha descubierto también que los niveles de oxitocina que alcanzan las mujeres y hombres luego de conocer a un bebé cercano terminan por ser iguales, solo que ellos tardan un poco más.
Según reza la publicación, a la antropóloga experta en maternidad humana no le resultan en absoluto sorprendente los aumentos similares de oxitocina, una hormona asociada con los vínculos maternales. Según ella, tanto las madres que dan a luz como las madres que adoptan deberían considerarse “madres biológicas”, basándose en los cambios que tienen lugar en sus cuerpos cuando se convierten en madres. “Ambas experimentan transformaciones neuroendocrinológicas similares, incluso en ausencia del parto o la lactancia”.
Para saber si los hombres serían capaces de experimentar también esas transformaciones neuroendocrinológicas en caso de poseer la responsabilidad y el mandato social de mantener con vida a un bebé (ese gran peso que experimentan las madres, aun con un padre presente) se han realizado estudios como el de Daphna Joel, neurocientífica de la Universidad de Tel-Aviv, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences,
Ella y sus colegas examinaron “si la ciencia podría distinguir la diferencia entre el cerebro del macho y el de la hembra en humanos. Por ejemplo, ¿eran las partes del cerebro asociadas generalmente con los sentimientos y la comunicación –cualidades que estereotípicamente se les dan mejor a las mujeres– diferentes o estaban más desarrolladas en los cerebros de las hembras?
“Descubrimos que ese no era el caso. Más bien, el cerebro de la mayoría de humanos está compuesto de un mosaico de rasgos singulares, algunos en forma de más habituales en mujeres que en hombres, y otros en forma de más habituales en hombres que en mujeres. Algunos mosaicos son habituales tanto en los cerebros masculinos como en los femeninos”.
Asimismo, un estudio de la Universidad de Saint-Etienne apunta a que madres y padres son capaces de distinguir por igual el llanto de su bebé y que esta capacidad no tiene que ver con el género, sino con el tiempo que se pasa con él.
Es decir, más allá de los procesos hormonales asociados al embarazo, al parto y la lactancia, la relación de la madre con el bebé no es algo instintivo, sino que se construye en base a la cercanía y la responsabilidad.
Las madres no sabemos por instinto si algo va mal con nuestros hijos de solo mirarlos, sino por el aprendizaje y luego de haberlos mirado, cargado, olido, y escuchado miles de veces. Y los sentimos despertarse en la noche porque sabemos que es nuestra responsabilidad atenderlos, y por eso nos empeñamos más en chequearlos en la madrugada si están enfermos.
Pocos hombres sienten esa presión, que muchas veces se expresa en juicios y valoraciones externas sobre el cuidado de los menores.
A maternar se aprende. No existen las madres desnaturalizadas, lo natural en la maternidad es muy poco, y casi todo lo inevitable. Convertirse en madre es un proceso cargado de decisiones y entrenamientos, de ensayos y errores.
Entenderlo así libera de culpas y también de paternidades mal ejercidas que se escudan en diferencias biológicas para preservar el privilegio de dormir bien y disfrutar la poca carga mental.
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