Con mi primera hija no pudo ser, pero con su hermano me dispuse a defender la lactancia materna exclusiva hasta los seis meses de vida, ni agua siquiera, solo mi leche.
Al principio mi mamá sospechaba un poco de esa decisión, y es entendible: la ciencia se actualiza, los consejos médicos también, y muchas generaciones de mujeres no han podido saber lo que son los brotes de crecimiento ni cómo enfrentarlos, por ejemplo.
Pero ella no me quitó el entusiasmo, sino que me acompañó, y cuando empezó a ver que mi hijo en cada consulta era el de más peso, el más despierto, el más saludable, y el único que no tomaba biberón, se convenció de que, sin dudas, tomar del pecho era la mejor opción para un bebé.
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Así es la abuelitud, viene de otra etapa y de otros referentes, y por eso sus modelos de crianza son distintos; y así debiera ser, respetuosa de las decisiones de madres y padres, presta a aconsejar, y asimismo a aceptar que no se coincida siempre con su visión.
No obstante, la vida no se erige sobre basamentos ideales, y tampoco la convivencia; menos en Cuba donde la situación de la vivienda muchas veces obliga a que cohabiten en un hogar varias generaciones de la familia, o las complejidades de la cotidianidad hacen que madres y padres dependan de los abuelos para trabajar, salir o hacer gestiones.
Como en casi todo en la existencia, para no ser absolutos, la cuestión está en el equilibrio. Debe haber comprensión y comunicación de ambas partes: los abuelos deben entender que su rol es diferente, más de apoyo y asesoramiento; y padres y madres, que la responsabilidad es suya.
No hay por qué, si la mamá decidió no darle azúcar hasta los dos años, ofrecerle al bebé un dulce; ni tampoco si se ha dejado a la niña a cargo del abuelo, desautorizar la opinión de este.
Pueden vivirse contradicciones, y es normal, pero si lo que prima es el amor familiar, se resolverán, y se asumirán pactos que garanticen la armonía. No hablamos aquí, claro, de aquellos casos en que los progenitores son irresponsables o abandonan a los hijos dejándolos al cuidado exclusivo de los abuelos, ni de aquellos entre estos últimos que no están presentes o son distantes en el trato.
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Lo que resulta inobjetable es que la abuelitud es sumamente importante para el desarrollo de la niñez, por su manera más reposada de querer (sin tantas responsabilidades, ni premuras); porque le ayudan a entender el paso del tiempo, las etapas de la vida, el pasado, y el respeto debido hacia la ancianidad.
No es casualidad que el Código de las Familias que Cuba aprobó recientemente proteja los derechos de ese rol a la debida comunicación con sus nietas y nietos, e incluso les permita optar por la guarda y cuidado en determinados casos.
Para quienes ejercemos ahora la demandante labor de maternar, debe ser un imperativo favorecer la relación de nuestra prole con sus abuelos maternos y paternos: permitir y propiciar que compartan juntos, que estén presentes en la vida, que hablen por teléfono o videollamada si se hallan lejos; y, sobre todo, que hijas e hijos vean en nuestro respeto, consideración y cariño hacia sus abuelos, un modelo a seguir.
Cuántas personas no recuerdan con nostalgia y amor los dulces de la abuela, el sonido de la máquina de coser, el balanceo del sillón del abuelo, los cuentos, las “malcriadeces” permitidas.
A esa fuente de virtud, a esa raíz, hay que acudir. A ese modo en que ellos vuelven a ser padres y madres, pero con todo lo aprendido a cuestas y todas las deudas listas para saldarse.
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