Dice Aleyder Monge Gámez que está buscando a Nicolás desde hace tiempo y no lo encuentra. Antes de llegar a Angola, antes de arribar y adentrarse en aquel infierno de Cuito Cuanavale, todos habían pasado ese curso para sargento instructor que Ale recuerda como muy fuerte, duro, contra, como para convertirte en ranger. Sin embargo, Nicolás León había sido el único que, como quien dice, se lo había creído.
Creerse ranger en esas condiciones no era otra cosa que ser consecuente, hasta en lo más nimio, con el hecho de que se estaba en guerra. Claro que todos sabían eso, cómo no entenderlo, si las balas te pasan por encima, te atraviesan; si los morteros caen a 100, 50, 20 metros, si los morteros te entierran.
Pero ocurre que hasta a la muerte uno se adapta. Ya no corrían aquellos días del llamado al servicio militar, de aquella pregunta del “estás dispuesto a…”; los días de pensar que sí, normal, cómo que no, si de todas formas hay gente que espera meses y no llaman o llaman tiempo después. Sí, cómo que no, porque una guerra no se sabe lo que es hasta que se vive y porque ver mundo siempre tienta y tienta también hacer lo que todos hacen, no ser menos que tú ni que el otro; o tal vez porque es poético, bien visto, asumir tu turno de comer algo de tierra en la historia.
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No corrían ya esas fechas en que no pasaron meses sino instantes para el “dale, que te vas”. Y pasa primero el dichoso curso para “rangers cubanos” y luego África.
¿Qué cojones será África para un cubano de 17 años? ¿Salir de la trinchera y chocar con la mirada de una hiena? ¿El “no le dispares, que si no la matas mueres tú”? ¿El juego a suerte y verdad con la serpiente tres pasos? ¿Que el hambre te haga disparar, matar, comer leopardos?
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Lo cierto es que habían pasado los días de cualquier probable ilusión sobre el “nuevo mundo a tus pies”, pero también los días del miedo atroz. Habían pasado los días del miedo insufrible a la muerte. Y claro que uno tiene que cuidarse, porque esto es guerra, nadie piense que se nos olvida, y por muy adaptados que estemos ninguno está para dejarse morir fácil.
Pero imagínate. Es que es tan fácil morir —morir por cualquier cosa, al paso de cualquier minuto— que uno no se puede volver loco.
Muerto se puede estar. Hasta serías mártir. ¿Te crees eso? Morirse es lo más fácil. Hay quien dice que ni duele. ¿Pero loco? A los locos los miran, los respiran, los recuerdan con risas. En el mejor de los casos con risas y lástima, que sublimiza un poco la ecuación, mas no la arregla. Y casi nadie iba a volverse loco, se creía uno. porque la suerte es tan cabrona, da tantas evidencias de sí, que resulta más fácil, duele menos, creer en ella que en la causalidad.
Pero Nicolás León prefería estar loco, loco y vivo, que muerto. Además, se creyó todo lo que le dijeron en el curso, asumió todas la minucias del entrenamiento. Nicolás León era un ranger: todo el tiempo atento, todo el tiempo y más, que es el delirio.
Nicolás León no quiere ser héroe o sí, quizás sí, como todos, pero más que eso Nicolás quiere vivir. Le teme a la suerte, por supuesto. Tanto, que le da el mínimo de posibilidades para ser y actuar. Nicolás León no duerme de noche cuando todos duermen. No importa si no está de guardia. Nicolás está loco. Va de posta en posta y te despierta y te regaña. “¡Que te mueres, imbécil, que nos matan!”.
Todos ríen de Nicolás León, porque hay que estar loco para pensar que salir vivo de una guerra en realidad depende de ti. Mucha bala, mucha mina, mucha bomba; demasiado fuego en el infierno como para no quemarse. Y Nicolás no duerme de noche. Mejor de día, si se puede.
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Entre nosotros hay uno de Savimbi. Todavía no lo sabemos. Por contraposición, el hombre de Savimbi sabe todo. Es “nuestro”. Su fusil es casi idéntico al mío. Viste tu mismo uniforme. Qué cabrona la suerte como para que se nos infiltren, qué jodida. Qué cabrón él y qué cabrones los que lo mandaron.
Pero ahora no lo sabemos. No sabemos ni pensamos nada, porque dormimos en la trinchera y es de noche. Solo Nicolás León anda en lo suyo, creyéndose ranger, como si a un ranger no le arrancasen el brazo las esquirlas, como si ser ranger hiciera diferencia.
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Ellos vienen hacia aquí mientras dormimos. Saben que lo estamos, porque al parecer lo saben todo. Se acercan despacio entre las matas. Y qué casualidad, Nicolás, que pisan una rama seca, una pequeña rama que no escuchamos porque dormimos.
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El loco de Nicolás León escucha el quiebre de una rama y no lo piensa, porque la gente loca no piensa y Nicolás lo está. Suena su ráfaga. ¿Qué necesidad, Nicolás León, por una rama? ¿Cuántos ruidos no tiene esta selva? ¿Cuántos bichos de cualquier tamaño como para que un chasquido te enloquezca más aún de lo normal, que viene siendo decir mucho? Nicolás ¿tú estás comiendo mierda? ¿Sabes lo que acabas de hacer? Le hubiéramos dicho, pero no pudimos.
Ellos, los otros, estaban a 40 metros, pisando, vaya suerte, aquella rama y respondieron al fuego y se jodió esto y el combate arranca. No será corto. Ganamos, se escapan, los cogimos. No querían hablar y hablaron. Y estamos vivos, Nicolás León, por suerte, siempre por suerte y por ti, que es una suerte que estés loco.
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Y yo estoy aún buscando a Nicolás y no lo encuentro. En Facebook no me sale y nada… para escribirle y preguntarle qué coño hizo con su vida en estos más de 30 años que han venido después y para decirle, así, como quien no quiere las cosas, que no fue suerte ni locura, Nicolás; que fue tu salá cordura la que nos salvó la vida.
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