Cuando todo parezca perdido, vendrá Erisbel Arruebarruena y convertirá la pelota en una minúscula luna del mediodía, allá en lo alto, que irá precipitándose en lo lejos hasta caer meteoríticamente en algún sitio aún hoy por definir, más allá del techo del estadio, por la zona buena.
Los niños que están por esta parte de las gradas quizás nunca olviden este tremendo jonrón, que no ha servido para mucho, porque no había nadie en bases y la diferencia era de tres. Los jonrones jamás se olvidan, aunque se pierda, porque tienen la magia de ser destino en sí, aunque tributen a otros fines. Un jonrón siempre tendrá vida propia. Los jonrones son más importantes que los títulos de campeonato. Los títulos de campeonato hacen feliz a la gente, mucho. Pero son esporádicos, esquivos y en el mejor de los casos tardan un año en llegar. Pero el jonrón está cuatro niveles por encima, el jonrón es la caricia cotidiana del alma. La gente no va al estadio a delirar con títulos. La gente llega con los pies muy bien puestos sobre la tierra y con las nalgas bien chatas contra la grada, a soñar con el jonrón de turno que le alegrará la vida.
Los niños que medran por esta zona de las gradas han heredado las roñas de quienes los traen, que en algún momento les contaron que ese que va de azul en primera, hace relativamente poco, iba de rojo.
Los niños asumen las rabietas, los traumas, los rencores de los grandes y ahora prueban, a viva voz, la eficacia de sus primeras palabrotas en favor de los odios que les engendran. Pero Santoya le ha pegado a la pelota con tal ira que nadie se mueve, ni en los jardines ni en las gradas, como si no estuviese ello ocurriendo. Y estos niños tampoco olvidarán jamás este jonrón, porque los jonrones no se olvidan nunca, mucho menos los que nos entierran.
Hay muchas cosas sagradas dentro de un estadio de pelota. Lo sagrado, según la RAE, es “lo digno del máximo respeto”. Ahí claro que está el jonrón, pero no solo. Sagrado es cuando saltan las notas del himno y todo el mundo se para. Sagrado es cuando un jugador a la defensa arriesga la columna vertebral y todos los huesos y todos los nervios que se le desprenden y al final no atrapa nada y queda destrozado ahí. Sagrado es cuando te están rejodiendo la vida y te hacen cinco carreras en la misma entrada uno y llega un chamaquito a resolver y resuelve y tiempo después, cuando lo quitan, la gente se le para a aplaudir, para que hoy no llegue al barrio, a la casa, sin sentirse grande. Sagrado es que los árbitros le tengan más miedo a la vergüenza del error que a las sanciones.
Sagrado es, en fin, todo eso que nos paraliza o que nos mueve, a todos juntos, como si se tratase de una aguja que nos ensarta y conduce, que nos intercomunica. Pero hay cosas que merecen ser sagradas también y que a la larga no parecen serlo.
Olvídense del jonrón, de la superjugada, de la masa en las gradas marcando los ritmos del partido. Resulta que ayer llovió. Y llovió mucho y el sol de las 10 de la mañana es demasiado tierno como para curar estadios. Cuando el sol no puede, quién los cura.
Ahí están, rastrillando una y otra vez la media luna, destruyendo la comodidad del fango, cargando vagones y vagones de tierra para esparcirlas sobre los húmedos trillos que ya el sol va madurando, aunque no lo suficientemente rápido y “estamos impacientes por aquí, donde entendemos todo, pero tampoco mucho. Llovió, sí, sí, llovió, pero y mi juego qué”.
Sin miradas que los glorifiquen ni aplausos que los levanten, estos hombres protagonizan, durante tres horas, otro juego de pelota, sin pelota, en el terreno. Unos con el torso descubierto, otros solo los brazos o solo las piernas, lo reparan todo, desde los cimientos hasta las líneas blancas que dibuja la cal, desde la contundencia del home hasta la altura de la loma.
El himno, los jonrones y el resto de las cosas sagradas que ocurrirán en el juego, los sorprenderán a ellos en uno de los huecos del fondo, donde el público no detecta el número de los uniformes que no tienen. Para la gran masa, estos players van sin número, no tienen nombre. Pero que no haya dudas: sin ellos no hay himno, ni intentos memorables de jugadas, ni jonrones de Arruebarruena y Santoya, con niños y viejos que los guarden.
De cada pala de tierra que se lanza nacen diminutas nubes de polvo que se juntan y suave se elevan y se esparcen y lo llenan todo. Quienes decidan no ver, igual tendrán que respirar y tragarse esa tierrilla. Los vagones dejan dos estelas ocres, como trillos, en la hierba verde del left field.
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