No lo digo mucho, pero cada vez que entro al estadio me siento sobre el mismo punto cardinal. Mi primo siempre me decía que era ahí, de la mitad de las gradas hacia arriba, justo frente a la primera base, donde se vería mejor lo que ocurriese después. A veces pienso que resulta hasta un trastorno nervioso cuando me descubro calculando milimétricamente el espacio y diciéndome: aquí no, dos pasos más a la izquierda, sí, sí, era aquí.
Desde ese punto me sentaba yo de niño con mi primo a ver perder a Matanzas y ganar a Garlobo. Quizás desde ese fragmento de la grada no se vea mucho mejor el partido que desde cualquier otro. Quizás para mi primo el partido no era el juego en general, sino la primera base y el home, que, en resumidas cuentas, eran el reino de Yoandy.
Últimamente todo me recuerda a gente muerta. Todo o mucho y desde el todo o lo mucho la gente muerta, siento yo, me habla y me ayuda a descifrar la vida. Ya sea un libro, ya sea la grada de quienes apoyan al visitador o de quienes solo van para disfrutar, por un momento único e irrepetible, a su primera base, la nuestra.
Para algunos la pelota es algo personal, un vínculo afectivo, una construcción inconclusa y progresiva de emociones, que se basa en la gente. Lo sagrado, más que el partido o el campeonato, es la gente que lo juega. Tal vez por eso no nos cortamos las venas por ver una final de Grandes Ligas ni de Champions.
Para algunos, quizás no muchos, pero al menos alguien más y yo, que nos quedamos detenidos en el tiempo y en el mito: el batazo kilométrico, el fildeo que araña o el ponche que asesina solo tienen sentido si lo ejecutan las gentes que uno quiere, mientras lo demás son simples postales.
Para mí la pelota, como espacio sagrado, no es más que un vínculo secreto entre Garlobo, mi primo y yo. Tolo lo que quede fuera no es más que un destello fugaz sin importancia. Todo lo que no me lleve a ellos, desde hace mucho, para mí no existe. Por eso, en realidad, existe todo. Porque para mí, en un terreno de pelota, todo nace y muere en ellos.
Para explicar esto, hay que acudir irremediablemente a lo anecdótico. Mi primo es la pelota, porque era la única persona en el mundo, en la casa, que cargaba conmigo hasta el estadio y me explicaba y me trasplantaba sus visiones, sus criterios, vicios; lo que sabía de este, de aquel, del otro. Mi primo fue el único pítcher para el que fui cátcher durante muchos años y el único que podía decir con orgullo, cada vez que en el barrio me revolcaba con un roletazo, que a ese fiñe le enseñé yo. Y otra vez al estadio a comernos las uñas, que era lo que quedaba por comer cuando su menguada billetera iba a cero, tras pagarnos, a la altura del quinto, casi siempre en el quinto, un cucurucho de maní. Hasta los granos de maní a él me conducen.
Garlobo para mí es la pelota y no cualquiera: la nuestra. Garlobo era la esperanza agazapada ante la derrota segura. Si maravilloso era verlo jugar las nueve entradas, casi que mejor era atisbarlo recostado en el banco, sin salir en todo el juego, para verlo aparecer en el noveno o en el 10, con el juego empatado o perdiendo a una, con su uniforme pulcro y su bigote y su gesto de tipo que se cree importante, que se sabe, para desaparecerla por encima del techo y ganar o para fracturar con una línea las gradas del fondo, que era ganar también o al menos para tener la esperanza de que ocurriera, que es bastante cuando a uno le quedan pocas cosas a las que aferrarse.
Garlobo también es la pelota, la nuestra, por muchas otras cosas. Un día de lluvia, descalzos, fuimos a jugar en las afueras del Victoria de Girón. Al empezar el diluvio, un obrero de mantenimiento nos permitió colarnos en una de las entradas del estadio, allá donde acaba la línea que distingue la bola mala de la buena. Pasamos horas sin movernos. Cuando escampó salió un hombre a batear pelotas mansas en la lejanía del home. Eran batazos estremecedores, implacables, secos. Se me ocurrió preguntarle a aquel obrero por el nombre de quien bateaba. El viejo me miró risueño, con gesto de felicidad: ¿Tú no sabes quién es ese? ¿Aquí nada más que hay uno que batea así? Hacía varios años que Garlobo no aparecía en los estadios. Y estaba de vuelta. Una vuelta corta, final, definitiva, pero estaba.
Cuando un viejo que ha visto mucho, habla y mira así, algo grande está pasando y eso grande es el símbolo. Garlobo simboliza, más que a la pelota, a la grandeza trágica del subdesarrollo. Todo el talento del mundo en alguien que jamás será campeón. Toda la fuerza del mundo en las muñecas de quien jamás saldrá del hueco. Todo el talento y la fuerza sin la capacidad de organizar ese talento y esas fuerzas, de darles un cauce que los haga sostenibles, que los haga algo más que destellos intermitentes de luz, buena luz.
Más allá de un clásico de ensueño del que siempre pondrán peros, Garlobo era la crónica del perdedor, el mito de la indisciplina, del no es mejor porque no quiere. Y aún así, para muchos, lo fue todo, porque sus defectos nos recordaban demasiado a nosotros mismos, mientras sus no-defectos nos recordaban la magia escondida de nuestros posibles, la sospecha de que, en determinadas circunstancias, solo mediante un arranque de guapería uno se podría salvar.
Hace unas horas, supe que Yoandy Garlobo acaba de morir, a sus 46. Desde que murió mi primo, hace casi cinco años, a sus 33, la muerte no es capaz de entristecerme. No me entristece, ni me asusta, ni me nada. Desde aquel aparatoso día del que fue imposible regresar, guardo las tristezas, los sustos y los todos para las cosas que, así de simple, tienen algún atisbo de remedio.
Me permito hablar de él, de ellos, y de las cosas sin remedio, porque uno tiene que arreglárselas, a veces con toda clase de malabares, para darle sentido a ese gran posible, donde solo los remedios tienen vuelo, que es la vida. Y ellos, ya lo dije, se conectan con todo.
Abadía
16/7/23 16:43
En paz descanse el genio del Primer Clásico para Cuba
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