—“Hoy sacaron pollo—, dice para justificar el peso de sus jabas mientras se las pido y comienzo a caminar a su lado. Debe llevar encima poco más de ochenta años y estas jabas pesan. Victoria nunca me ha visto, no me conoce.
—¿Hasta dónde va?
Ella responde de manera ambigua, como quien duda, que solo hasta la avenida.
—¿La perra muerde?—, inquiere nerviosa.
—No se preocupe—, respondo. Desde que la adoptamos, hace unos meses, nunca ha gruñido a alguien mayor. A los niños y las niñas sí, no sabemos bien por qué. Vivía en la calle.
Victoria camina lento y cada pocos pasos debo detener la marcha y retornarla, suave… La perra hala.
—Yo tenía un dálmata que era un cristiano. Mi hijo me lo compró. Tú sabes que ellos ensucian donde quiera, pero él no. Se paraba en la puerta del cuarto y ya yo entendía que quería bajar. Vivo en un tercer piso. Lo acompañaba hasta allá abajo y lo vigilaba. Después subíamos. Pero, de verdad que era un cristiano. Se quedaba tranquilo en la sala, no entraba a los cuartos ni a ningún lugar y entendía todo lo que yo le decía.
—Esta también es de oro—, miento.
—Un día se me murió. Ya tenía un par de años. Se había puesto gordo, gordo. Yo siempre le hacía cantidad de comida y el muy cristiano se la comía sin dejar grano. Comía de todo, la verdad. Mi hijo vive afuera. Él estaba aquí en ese momento y lo enterró.
—Tengo dos hijos. Una hembra y un varón. El muchacho no me ha parido. Tiene cincuenta. Vive allá, pero tiene una mujercita aquí. Con ella me manda dinero y a cada rato me da una vuelta. La niña sí tiene dos. También está afuera.
—¿Los ha visto, a los nietos?
—Sí, sí. Han venido par de veces.
—Las jabas están pesadas.
—Sí, un poco. Salí a buscar un paquete de pollo, una barra de mantequilla y algunas cosas más para la casa. En esta llevo una col. Mi hijo me compró un carrito para llevar y traer las cosas, pero el otro día se me rompió. Lo mandé a arreglar y todavía están en eso.
*
“No puedo comer con azúcar. Hasta hace poco no lo sabía, ni sabía que la azúcar era mala y comía de todo sin preocuparme. Hacía unos potajes riquísimos con carne de puerco. Hasta que me pasé como cuatro días muerta en la sala de la casa. Los vecinos se dieron cuenta. Rompieron los cristales y llamaron a la ambulancia. Yo vivo sola. No tengo marido desde hace cuarenta años.
“Tuve un amigo. Empezó a ir a la casa y yo le hacía café, la preparaba comida. Como dos años estuvo en eso. Qué me iba a imaginar yo… Hablábamos mucho, pero en realidad sabía poco de él. Cada vez que iba yo le cocinaba y él se lo comía todo, hasta el último grano.
“Un día llegó, me llevó a empujones hasta el cuarto y me amarró en la cama. Yo le dije que para qué me amarraba si él sabía que yo vivía sola, que no tenía marido y entonces me apretó la boca con un pañuelo mojado con algo, hasta que me desmayé.
“Los vecinos se dieron cuenta y llamaron a la policía. Solo pudo llevarse un paquete de perros calientes y par de pomos de crema que mi hijo me había mandado. De seguro pensó que tenía dinero.
“Yo estuve en pánico varios días y, mira, todavía se me ven las marcas”. Levanta los brazos y deja ver, en sus muñecas, un redondel oscuro y fino.
Me pidieron que lo describiera. No supe. Yo lo había ayudado mucho, le había dado de comer. Qué me iba a imaginar.
—Victoria, estas jabas pesan mucho. Yo se las puedo llevar hasta su casa, donde sea.
Victoria me mira, como quien duda…
—No, mijito, no. Te lo agradezco. Hasta la avenida estará bien. De ahí para allá prefiero seguir sola.
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