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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Nostálgica travesía

De lo que pudo ser y no fue…

Mileyda Menéndez Dávila
en Exclusivo 24/03/2022
3 comentarios
Intimidades 24 de marzo-2022
Mi galán me llevó y me regresó en la lanchita, y desde el balconcito de popa me regalaba un beso. (Jorge Sánchez Armas / Cubahora)

Dicen que si el pasado toca a tu puerta debes recibirlo con tu mejor donaire, pero a mí me tomo tan de sorpresa esta semana que le abrí con tremenda facha: ropa de andar en casa, moño desarreglado y espejuelos en la punta de la nariz.

Era un pasado de casi cuatro décadas. Alguien muy importante durante mi adolescencia en muchos sentidos. Hasta me asombra que no le dedicara antes una crónica con sabor a nostalgia. Si conservara la libreta de versos que escribí, no me daría pena compartirles algunos… pero se la presté a unas alumnas cuando daba clases en séptimo grado y nunca más volvió a mí.

Probablemente aquellas trágicas metáforas avergüencen a mi feminista conciencia actual, pero en aquella época y edad, dedicar sonetos a un hombre inalcanzable era muy “adelantado”, casi de Avellaneda en ciernes, con un final bastante similar.

Cuando lo vi en mi sala recordé de golpe muchísimos momentos hermosos y me sentí extremadamente halagada de que viniera a visitarme con su anciano padre (discreto, amable, eterno chaperón), porque llevaba casi una década sin verlo y apenas sabía de sus éxitos personales o de sus desafíos como abuelo (su nieto vive al Norte y él emigró al cinturón del planeta).

No doy muchos detalles porque no sé qué pensará su esposa actual, alguien que lo merece mucho, porque comparten pasiones profesionales y haló con él muchas carretas en varios oficios para que la prosperidad no se saltara su puerta en años duros, y hasta donde sé, cuidando de hacer la vida dulce a los demás.

Ah, pero de mis suspiros de púber enamorada de aquel joven atlético y carismático… ¡de eso sí puedo hablar! Es parte de mi patrimonio: un sólido escalón en mi identidad de muchacha que aprendió a cultivar la estrella más que la flor.

Imaginen que con ese personaje y su grupo de amigos (15 varones y solo tres muchachas) obtuve mis primeros permisos para pasear cada sábado por el parque del pueblo. Con él bailé en fiestas de casetes y ponche de frutas (paciente esfuerzo el suyo, pobrecito). Con él charlé sobre ideales con el ruido de una fábrica de tejido (ya extinta) como fondo, adorando en silencio la pureza de su mirada, sus gestos varoniles, su voz pausada o tropelosa según la conversación.

¿Que por qué no pasó nada serio? No sabría explicarlo… Primero yo era muy niña, apenas una nena de secundaria mientras él entraba en la universidad. Luego me encapriché con otros chicos que a su vez se tomaron muy en serio a otras muchachas y no me hicieron caso, a pesar de ser una criolla de respetar física, mental y académicamente. Por último, él se casó, cerrando totalmente ese capítulo en mi historia.

 Ah, pero antes fue mi “cita” en el baile de graduación, ese momento cumbre para cualquier adolescente. ¡Juro que fui la chica más feliz de la fiesta! Mi mamá me cosió un vestido de una vaporosa tela liliácea con flores diminutas (que aún conservo y me sirve, a lo mejor lo llevo a la tele un día). El frente era un discreto drapeado, la espalda convenientemente descubierta y la falda un círculo perfecto a media pierna, ideal para flotar danzando en sus confortables brazos.      

La ceremonia fue en el patio de la casa de cultura de Plaza, así que mi galán me llevó y me regresó en la lanchita, y como entonces se podía viajar en el balconcito de popa y esa noche apenas había gente, disfruté oler su sudor y acariciar su cabello mientras me regalaba el beso más embriagador que mis labios habían probado hasta ese momento.

Imaginen el vaivén de la marea cortada por la estela de la embarcación, las luces reflejadas en la bahía, mi falda jugando con el viento, mis ojos intentando abrirse para no perder ni un detalle, mi lengua degustando una ilusión alimentada por casi un lustro, sus manos recorriendo mi cimbreante cuerpo… ¡Pena que solo duró siete minutos la bendita travesía!

Hoy su cabello es cano y las arrugas cuentan con discreción cuánto ha llorado y reído en su provechoso recorrido vital. Pero sus ojos y su voz no cambiaron ni un ápice, ni su tierna manera de mantenerme (ahora con toda lógica) en esa ambigua zona de “amigos para siempre”.

De aquel pasado también tengo un recuerdo que no fue: algo que quise hacer en represalia a lo que consideraba una humillación injusta, aunque ahora pueda ver mejor su trasfondo.

Poco después de mi graduación se prometió con aquella joven celosa, intensa y altanera, que alejó sin rodeos a toda la tropa de su “zona de ocupación”. La boda sería el último día en que podría formar parte de su vida, así que mi madre me cosió otro vestido, esta vez de satín negro con gigantes flores fosforescente verdes, naranjas y amarillas, más corto y escotado que el anterior.

Mi plan era robarle el show a la insípida novia, tan hipócrita que no lo merecía, y de paso probar que yo no era la tímida chiquilla que solo salía de casa cuando él respondía por mis actos… Pero esa mañana compré un rompecabezas de mil piezas y me puse a armarlo con devoto entusiasmo. Tanto que olvidé la hora del Gran Golpe, largamente planeado.

Al percatarme lloré mucho de rabia y frustración. Pero de aquellas lágrimas nació un lago de madura resignación, tan apacible y azul como sus ojos, irremediablemente perdidos para mí, ya para siempre.      


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Mileyda Menéndez Dávila

Fiel defensora del sexo con sentido...

Se han publicado 3 comentarios


Una Dama
 25/3/22 15:18

Gracias por compartir esas historias... ayudan a vivir

LiaVida
 24/3/22 22:50

Lo cuentas de una manera, que fue inevitable sentirme ante una inmensa pantalla, conectada con los mismos sentimientos como en el cine, a todo color y sonidos incluidos, y por qué no hasta los olores del mar, que maravillosa experiencia vivir algo así, y lo mejor, saber que esa persona no es un extraño hoy en tu vida.

Almir
 24/3/22 12:53

Me encantó el relato de hoy.

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