Si nos guiamos por las grandes leyendas, óperas, novelones y casi toda la producción de las demás artes (incluso épica, infantil o religiosa), las mujeres hemos sido juzgadas como lo peor de la especie humana, la perdición varonil, la fuente de la vida y de la muerte en similar proporción.
Si curaban y conocían secretos de la naturaleza, eran brujas. Si inspiraban o lideraban guerras, eran hechiceras (o sea, brujas). Si se inmiscuían en política eran intrigantes (y brujas, claro). Si estériles, no eran mujeres (sí brujas), pero si tenían muchos hijos, desgraciaban al hombre que les debía alimentar esa prole (y lo lograban porque como brujas tomaban pociones del diablo para multiplicar su semilla).
Hay miles de ejemplos de mujeres que transformaron el mundo, tomaron grandes decisiones y definieron el futuro de sus naciones… pero sólo podían lograrlo si eran despiadadas con los enemigos que aparecían en su camino (muy a lo macho), si juzgaban mal a todos a su alrededor, y sobre todo si ponían traspiés a otras mujeres con similares ambiciones.
Prueba de ello fueron los reinados europeos, y ni hablar de los harenes turcos, donde una esclava con belleza, inteligencia y suerte lograba dominar al imperio desde su vientre paridor y su lengua intrigosa, a costa de las vida de sus competidoras.
Lo asombroso, cuando se lee la historia o se analiza la verdad detrás de esas novelas, es que estas mujeres de poder juzgaban a todos con sus propia vara y cometían una y otra vez las injusticias de las que fueron víctimas, en un círculo tan vicioso como despiadado.
Ya sé: estoy en Intimidades y toca hablar de mí y de mujeres cercanas a mi entorno. Pero ¿qué somos, sino el fruto de esas raíces culturales históricas? Fruto incómodo, si juzgo por mi caso, y por el de muchas hermanas que ganaron mi respeto en estas décadas de vivir-estudiar la condición humana.
A voluntad o no, ya estuve en muchos de esos roles femeninos mal vistos y peor juzgados a lo largo de los siglos, desde liderar hombres “por debajo” de mi estatus social y acompañar a hombres en puestos claves, hasta guiar a otras (y otros) en el crucial proceso de sacudirse el manto envenenado del patriarcado con pasión y humor, con reflexión crítica y hasta con pelea, cuando es menester (y lo es, a cada rato, que esta bruja no tiene miedo al fuego inquisidor).
- Consulte además: Piropos a lo macho
Ya fui amante y traicionada, esposa, amiga y novia, deseada y despreciada, entendida y repudiada, envidiada y envidiosa, señora y puta, Bella durmiente y Patito feo, Juana de Arco y Shatki, madam Curie y la Monroe, María Balteira y santa Teresita, hija y hermana por derecho, madre, madrastra y abuela por elección, nuera y suegra por ley de vida…
En todos, todos esos roles, sufrí enjuiciamientos y me ahogué en las expectativas de otras mujeres que me sacaron del paso más de una vez, porque ante su mirada quedé muy por debajo o por encima del que entendían “mi lugar”.
¡Ah, los juicios, padres del (pre)juicio y abuelos de los estereotipos y cánones que nos marcan la vida! ¡Y lo fácil que es juzgar la vida ajena desde la estrecha ventana de la propia! Fácil, sí… peligroso también.
Sin embargo, a nivel social aún toca juzgar a diario la conducta individual a la luz de los intereses colectivos, y quienes se ocupan de eso, al menos en Cuba, son sobre todo mujeres: profesionales del Derecho o legas que con el tiempo devienen experimentadas observadoras, siempre dudando del motivo ajeno y el voto propio, como es mi caso hace 25 años.
Son tantas las caras de una verdad humana disputada entre varios, que toca a alguien (mejor si es en plural) decidir que sería lo más justo en ese minuto, dentro del marco que la ley preestablece, y a la vez mantenerse inconforme para revisar y transformar los códigos ante la evolución cotidiana de los contextos y las ideas.
Aunque cueste creerlo, siempre hubo mujeres cuya justicia sentó cátedra, matronas cuya palabra era ley y su punto de vista hizo época porque costó o salvó vidas y distribuyó riquezas y miserias, títulos y estigmas, conocimientos y roles…
Insisto en algo: matronas. En el mundo que conocemos desde milenios atrás, el poder de una mujer se asocia a su don de “mecer cunas” y criar a los dominantes y dominados de la siguiente generación.
- Consulte además: Mi amiga la vida
La Mujer tiene todavía menos poder simbólico que la Madre, y despojar a las jóvenes del deseo maternal en masa es (a mi juicio), otro ataque machista a lo que ese poder simboliza para la Humanidad, tristemente con la complicidad no siempre inocente de las propias afectadas.
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