Un día, David quiso comer pudín. “Pero no de los tuyos, mamá. Esos quedan muy sosos”. Tenía cinco años y ya pulsaba por meterse en la cocina para hacer las cosas a su modo.
Más allá de mi ego reposteril herido, su pretensión me dio bastante gracia y lo dejé experimentar, excepto por la parte que involucraba al fogón. “Está bien, pero yo vigilo el caramelo porque a ti siempre se te quema”, dijo muy serio mientras se amarraba el delantal.
Con aires de experto limpió la meseta, acomodó los materiales y arrastró la banqueta en la que se trepaba desde hacía casi dos años para cortar las especias bien finito (o no las comía) y fregar (cuando tenía ganas de jugar con agua y la abuela no lo dejaba).
A mi pareja de entonces no le hacía gracia verlo andar con platos, equipos eléctricos o ingredientes culinarios, pero no opinaba mucho porque, según su cultura machista, un pega’o no tiene voz ni voto ante las decisiones maternas.
Mi mamá sí puso el grito en el cielo y exigió mantenerse cerca, por si acaso. Desde la puerta de la cocina (como el nene exigió, para que no lo perturbara) no le quitó los ojos al chef. Al principio con alarma y luego con auténtica curiosidad, pues el muy bribón actuaba con la solemnidad y soltura que ya nos había demostrado en su casi profesional laboratorio de Química (un pedido de Reyes del año anterior, que me esforcé en complacer porque me convenció con cariñitos y argumentos muy sólidos).
El pudín le quedó exquisito, y bajo su exigente guía yo aprendí a hacer caramelo sin humareda ni quemaduras. Mi mamá cambio de fase abuela-protectora a la de abuela-culeca y salió a contárselo a todas las vecinas, y mi marido saboreó su parte con admiración y un poquito de alivio, porque está claro que la cocina no es lo mío.
Por la relevancia que tuvo esta anécdota, por todo lo que removió en mi dinámica familiar, ha sido recurrente su recuerdo en estos meses de ver “cocinar” el nuevo código de las familias, que finalmente aprobó el Parlamento esta semana como proyecto para debatir por la ciudadanía.
Ese pudín lleva 20 años cocinándose y al menos diez entrando y saliendo de varias comisiones permanentes de la Asamblea Nacional, donde recibió cariñoso acogimiento y a la vez inexplicable resistencia bajo el argumento de que la sociedad “no estaba preparada” para un cambio tan profundo en sus concepciones de familia.
No lo digo de oídas: presencié tales respuestas más de una vez, incluso de diputados muy jóvenes, de mujeres que criaban a su prole sin figura paterna y de personas que se hubieran visto beneficiadas con la propuesta de proteger la comunicación entre los menores y sus abuelos, por ejemplo.
Por suerte la vida (siempre criterio de la verdad) demostró que aquel proyecto no estaba inventando situaciones, sino reflejándolas, y que la sociedad sí evoluciona para acoger a todas sus criaturas pensantes y sintientes.
Necesitamos mecanismos para escuchar a cada individuo apenas su voz tenga fuerza y coherencia para expresar su unicidad, y eso es lo que estamos legislando ahora.
Desde aquel cocinaíto histórico, mi familia ha cambiado de modelo un montón de veces, casi siempre al margen de lo que postulan las arcaicas nociones sobre relaciones maritales y parentales en la ley vigente.
También han cambiado las de mi hijo, que ya ha sido acogido en varios hogares ajenos como entenado, como novio moderno o como amigo que comparte espacio y gastos. La mezcla de sus afectos y acciones supera la visión de “hijo único de madre divorciada” con la que pude criarlo, y de verdad me alegra no haber cedido a la presión de encasillarnos en ese rol tan limitante.
¿Qué hice (y qué hago aún)? Estar atenta a sus progresivas muestras de madurez. Estimular búsquedas personales. Cuidar su espacio y sus tiempos. Entrenarlo con responsabilidad ante las consecuencias, no con golpes o castigos. Acogerlo y dejarlo partir con total libertad desde que arribó a la adultez legal. Mantener con el padre un trato recíprocamente respetuoso en asuntos de pareja y cambios de oficios…
Ninguna de esas prácticas las obtuve como herencia cultural y por algunas ha sido cuestionada como “mala madre” ¡hasta por mi propia madre!, pero ¡albricias!: muy pronto mis métodos (científicamente avalados, no solo intuitivos) estarán respaldados por el espíritu y la letra de una ley que valora la crianza sin violencia correctiva y reconoce que nacemos con derechos y capacidad para hacerlos efectivos en un marco de tiempo flexible.
Eso de dejarlos crecer a su ritmo y cocerse en su propia sazón no es una “inversión a riesgo”, porque los frutos se cosechan desde el primer paso. Yo llevo 23 años saboreándolos y calviñamente les digo que sí vale la pena.
mailuvis
27/12/21 14:32
Meter a mi hijo en la cocina? No me parece. Ni a mi esposo tampoco lo dejo entrar. Los hombres son muy gastones y olvidadizos. Que me pongan todo en el viandero y el refri y yo me encargo de lo demás. Ya sé que soy una madre machista, pero así me criaron y aunque me critiquen no me veo siendo distinta
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