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domingo, 10 de noviembre de 2024

Teatro Terry: El sueño de un clan

Para que nadie olvide la historia del Teatro Terry...

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 27/02/2016
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La villa —que sobradas glorias atesoraría con el paso de los años— se inaugura bajo indecoroso signo: el guatacazo, como llamamos en el sermo vulgaris cubensis al acto de adulación.

Sí, porque la bautizan como Fernandina de Jagua. “Jagua” por el topónimo indocubano que identificaba a la zona. Y “Fernandina” como acción servil ante Fernando VII, el rey felón, el monarca que tenía cara de caballo y entrañas de hiena. A partir de 1829 se llamaría Cienfuegos, en honor a un Capitán General de la Isla.

El 22 de abril de 1819 —fecha digna de recuerdo— contempla a 46 franceses plantando improvisadas cabañas y tiendas de lona en un paraje centrosureño de Cuba.

Capitanea a la hueste de fundadores el teniente coronel de infantería Juan Luis Lorenzo De Clouet, todo un señor de horca y cuchillo. Soberbio y tiránico, iba a mantener sobre los vecinos un férreo espionaje por medio de correveidiles que lo tendrían informado de todos los actos, íntimos o públicos, de los primitivos cienfuegueros. Sería tal su impopularidad que, en 1821, resultó objeto de un atentado, del cual salió herido en un brazo.

Por otra parte, no era De Clouet precisamente lo que se pudiera llamar un amigo de la cultura.

Así, una vez los vecinos, convencidos de que la villa requería de un lugar de instrucción y recreo, comisionaron a tres principales de la localidad para que gestionaran su aspiración ante el mandante.

La respuesta del patriarca fue de las que hacen historia pues, sin andarse con rodeos, les dijo a los emisarios que mientras él viviera allí, no permitiría que se estableciesen “sitios de vagancia y malas costumbres”.

No sospechaba De Clouet que Cienfuegos sería una ciudad de espíritu excepcionalmente cultivado, hasta el punto de que, cuando solo contaba con 15 mil habitantes, tendría nada menos que cuatro teatros.

Un personaje singular

Nos recordó la investigadora Nara Araújo que, en el Cienfuegos del siglo XIX, un venezolano llamado Tomás Terry Adans se ganaba los frijoles —no siempre con buenas artes— en unos modestos almacenes de las calles Bouyon y Dorticós.

Entre otros negocios, Terry compra esclavos enfermos, los manda a curar, y después los revende, con el generoso margen que le da el “valor añadido”: la salud.

En una zona de difíciles comunicaciones, también se ocupa ventajosamente en el acarreo de mercancías para las fábricas de azúcar. Es él quien asegura que llegue a su destino el bacalao y el tasajo —alimentos imputrescibles— que alimentarán a las negradas de los ingenios.

Mas no es solo por su actividad económica que llega Terry a ser uno de los hombres más ricos de la Isla. Su ascensión a la cúspide mucho tiene que ver con el braguetazo, o sea, la unión matrimonial con una consorte acaudalada.

Terry adquirirá ingenios azucareros, pero en él hay inquietudes que desbordan el siglo en que le tocó vivir: es un heraldo de la modernidad al preocuparse por lo que hoy llamamos construcción de una imagen pública. Sabe de su plebeyez y con el fasto y la filantropía debe construirse un inexistente escudo heráldico.

El teatro

Muere Tomás en 1886 y será Emilio, el sucesor, quien materialice los sueños de elevación social que le haga olvidar al clan su origen de tenderos.

Para afirmarse, compra Chenonceau, el castillo de ensueño que Enrique II de Francia le había regalado a la bellísima duquesa Diana de Poitiers, rival de la poco agraciada Catalina de Médicis.

Pero eso no basta. La apoteosis del triunfo de la estirpe tiene que ocurrir en el mismo paraje inicial que los viera arrastrar su humilde existencia primera.

En París se libra la convocatoria, para plasmar un sueño en piedra. Resulta premiado el proyecto del ingeniero militar Lino Sánchez Mármol —cubano natural de Santiago—, quien dirigirá la ejecución constructiva.

En la cienfueguera noche del 12 de febrero de 1890, se inaugura el milagro, con ópera, rapsodia de Liszt, marchas triunfales y el poeta Diego Vicente Tejera recitando su celebérrimo poema, La hamaca.

El teatro, de estilo italiano y diseñado según una herradura, cuenta con cuatro pisos de galerías, más de mil localidades, plafond con alegorías mitológicas y un telón de boca, bordado en oro, cuyo costo ha sido de 7 mil pesos.

Para que nadie olvide quiénes fueron los mecenas, a la entrada se coloca una estatua con la imagen del fundador del clan. No caben dudas: los Terry han materializado su sueño.

Felicitémonos de ello. Sí, pues por aquel escenario han desfilado desde Sarah Bernhardt hasta Rosita Fornés, desde Anna Pavlova hasta Alicia Alonso, desde Caruso hasta Silvio Rodríguez, sin olvidar a Ernesto Lecuona, Jorge Negrete y Antonio Gades.


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).

Se han publicado 1 comentarios


Rigoberto Taboada
 2/12/16 20:54

!Magnífico trabajo! Considro que rescatar la memoria histórica es una de las tareas más importantes que puede acometer un periodista. Ello contribuye a fortalecer los sentimientos nacionales.

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