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viernes, 22 de noviembre de 2024

Profe, ¿Quién era por fin Don Tomás?

Tomás Estrada Palma sigue siendo un personaje contradictorio en la historia cubana...

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 23/03/2014
2 comentarios
Tomás Estrada Palma
Estrada Palma nunca tuvo en su residencia un busto ni un retrato de Martí.

En la escuelita de mi —ay,  ya lejana—  infancia, yo estaba perdidamente enamorado, según es de rigor, de la maestra.

Ella conjugaba su rubia belleza con una ingenuidad a toda prueba. (Lo primero, la belleza, saltaba a la vista. Lo segundo lo sabríamos cuando tuviésemos más almanaques).

Recuerdo que mi amada platónica, con unción, casi en éxtasis, durante las clases de Historia ponía los ojos en blanco para pronunciar un par de palabras: “Don Tomás”, refiriéndose al primer presidente de la República... o de la Repútica, según la versión chivadora de Renée Méndez Capote.

Y yo —¡inocente de mí!—  me creía el asunto al pie de la letra: el primer presidente era un ser singularísimo, digno hasta de figurar en el santoral.

Pasó el tiempo. Perdí la primera inocencia y obtuve la segunda, ésa que según el poeta Antonio Machado da por no creer en nada.

Una tarde, hojeando páginas amarillas y apolilladas en una librería de viejo, encontré estas palabras del patriota puertorriqueño Betances, referidas a Don Tomás:

“Es un hombrecillo nervioso que, sentado en un sillón, apenas alcanza el suelo con el pie. Cuando está hablando (vulgaridades) y diciendo que nadie ama más que él la libertad —en el orden—, y que todo se ha de hacer en el orden, le sucede que a veces le falta la palabra, y entonces extiende la punta del pie e involuntariamente da dos o tres golpecitos y escupe. Me dicen que en su pueblo le llamaban el Bobo de la Punta”.

Después, tropecé con este retrato surgido de la pluma ácida de Emilio Bobadilla, aquel Fray Candil, calificado como “terrorista de las letras”, que pasaba más tiempo batiéndose en el campo del honor que en las redacciones:

“Cuando lo vi —por primera y única vez—  no puede menos que pensar: Este hombre, por lo mismo que no vale un rábano, irá lejos”.

Más tarde, mi vocación polillística me condujo hasta las siguientes líneas de Vargas Vila, escritor colombiano que mucho quiso a Martí:

“Yo conozco a ese cacógrafo ruin, desde que era el envidioso atormentado y el enemigo encubierto de José Martí, en Nueva York […] Él se ocupaba entonces de desalentar a los cigarreros patriotas […] ansiaba amotinarlos contra el Gran Vidente, a quien su alma ponzoñosa, estática de envidia, apellidaba Loco”.

Como mi cerebrito aún conservaba algún rescoldo de la ingenuidad heredada de la maestra blonda, me dejaron patidifuso tan desconcertantes declaraciones. Pero entonces cayó en mi mano un libro definitorio: Martí, biografía familiar, por Raúl García Martí, que se publicó en 1938.

En la susodicha obra se nos recuerda que Doña Leonor, una anciana de 71 años, fue favorecida  (¿) por Don Tomás con un empleo subalterno —de tercera—  en el Ministerio de Agricultura. Que Gloria —sobrina de El Maestro— pasó tanta hambre que la tuberculosis acabó con su existencia. Que Amelia —la amadísima hermana— murió en medio de miseria atroz.    

Todo parece indicar que no andaba tan descaminado quien habló de animadversión hacia Martí, pues Estrada Palma nunca tuvo en su residencia un busto ni un retrato del cubano mayúsculo.

¿Se requiere subrayar que el primer presidente constituyó un gabinete donde no había un mambí, ni un exiliado o preso por separatismo? ¿Hace falta traer a colación el asesinato de Quintín Bandera, combatiente de todas las guerras? ¿Decir que en la represión de los tabaqueros huelguistas quedaron tendidos en la habanera calle Belascoaín 5 cadáveres y 114 heridos?

Al final, el santón de Bayamo se vendió como guanajo en plaza pidiendo la intervención, mientras susurraba con macabra ironía: “Me llevo la República en el bolsillo”.

Así, era consecuente con su historia personal, desde los albores. Cuando sonó el clarín de la guerra, en el 68, los insurgentes tenían sitiada a Bayamo, preparando la toma de la plaza. Entonces, al Teniente Gobernador, Coronel Julián de Udaeta, se le ocurre una maniobra, no bélica: proponer el perdón colonial a los insurgentes, si deponían las armas. Y... ¿saben ustedes quién llegó a las filas insurrectas con la vil encomienda? Pues cierto joven criollo nombrado Tomás Estrada Palma.

Perucho Figueredo —quien no sólo fue músico y poeta, sino varón fidelísimo hasta el martirio—, Perucho, les decía, grita: “¡A este cabrón lo que hay es que fusilarlo!”.

Y entonces... fíjense bien... sólo entonces, Estrada proclama su adhesión al credo revolucionario, y se suma a los alzados.

Hace unos instantes yo recordaba mi enamoramiento, seis décadas atrás, por la maestra de pupilas antárticas. Y todavía —les confieso— estoy amándola. Pero no logro decir con veneración  —como hacía ella— “Don Tomás”.


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).

Se han publicado 2 comentarios


Alberto
 5/12/16 11:18

Por que seguimos demonizando nuestra historia, o es que acaso oscureciendo nuestro pasado brilla mas nuestro presente, Don Tomas Estrada Palma se merece el respeto de ser nuestro primer presidente como republica libre y de ejercer esta difícil tarea en tiempos de gran confusión. Si dejáramos de juzgar a las personas como ángeles o demonios y los estudiáramos de forma mas imparcial veríamos que la riqueza de nuestra historia no solo radica en sus luchas

 

Camilo
 22/9/16 12:27

Interesantes anécdotas. Y entonces, cómo se explica que un hombre tan brillante como Martí hubiera tenido tanta confianza en él? Me gustaría saber un poco más sobre ese tema. Gracias.

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