Ramón Cadenas Menéndez salió cabizbajo de su casa —Aranguren 99, en la capital habanera— aquel día 24 de febrero de 1931.
Al hacerlo, meditaba cuán raro oficio le había tocado —digámoslo de algún modo— “en suerte”. Su ocupación, aunque ejercida cotidianamente y muy pública, no iba a dejar rastro alguno en las estanterías del Ministerio de Trabajo, ni acumularía años laborados en ninguna caja de retiro.
El vocerío de los vendedores de periódicos lo sacó de su ensimismamiento:
¡Hoy, a las tres de la tarde, Machado entregará las llaves al Congreso!
Entonces recordó vagamente haber escuchado que esa tarde iba a abrir sus puertas una mole de cantería y acero que, 55 años después, García Márquez describiría como “un esperpento neoclásico”: el Capitolio de La Habana.
Bien poco interesaban a Ramón —con su mente ocupada en cavilar sobre lo original de oficio que diariamente ejercía— las características técnicas de la construcción. Ignoraba que la mole de cuatro plantas abarcaba un área de 14 mil metros cuadrados. Adivino habría tenido que ser para enterarse de que 25 millones de metros cúbicos de piedra formaban parte del cuerpo del monstruo. Menos aún podía sospechar que una porción de ese material había sido labrado por un picapedrero a quien pocos años después iba el mundo a conocer como uno de los héroes de la República española: el general Enrique Líster.
Pero en la trayectoria hasta su “trabajo”, Ramón se iba informando de las intimidades de la mole flamante, gracias al chillón coro de los vendedores de diarios:
¡Se gastaron 40 mil sacos de yeso y 5 millones de ladrillos!
¡Tres millones y medio de pies de madera y 150 mil barriles de cemento!
¡Ocho mil toneladas de mármol, de 82 clases diferentes!
¡Doscientas toneladas de bronce y 38 mil metros cúbicos de arena!
¡Gasta 88 pesos de electricidad en cada hora!
Ramón llegó finalmente al muelle. Se zambulló diestramente. Y tuvo una espléndida visión: el vapor inglés Caronia atracaba, con la cubierta atestada de turistas.
Simultáneamente, en el Capitolio, el presidente recibía de manos de los contratistas italianos y alemanes un brillante de 23 quilates —que después sería “piedra de escándalo”, literalmente— cuya forma estrellada marcaría, en el Salón de los Pasos Perdidos, el Kilómetro Cero de la Carretera Central.
En ese momento, parpadeando en las aguas sucias de la bahía, Ramón atrapaba con avidez las monedas que le lanzaban los turistas del Caronia. Sí, él era eso: un nadador mendicante.
De pronto, una maniobra inesperada del buque hizo que la turbulencia de las hélices lo estrellara contra el muelle.
Mientras el cuerpo de Ramón Cadenas Menéndez, vecino de Aranguren 99, flotaba exánime, los 100 relojes de la mole marcaban la hora con pasmosa exactitud. Y no sonó ninguno de los 227 teléfonos para comunicar la noticia infausta.
El arreglo floral de la inauguración corrió a cargo del jardín El Clavel, de los Armand.
Nota del autor: Cada detalle aquí contenido es absolutamente verídico.
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