Es un risueño punto de la costa sur, allá por donde se sitúa la cabeza del cocodrilo que algunos adivinan en la silueta de Cuba.
De un lado, como una muralla que esconde al firmamento septentrional, la mole de la Sierra Maestra. Del otro, el Caribe, en su forma más rotunda, la Fosa de Barttle, kilómetros de profundidad en las inmensidades líquidas.
Es tan sólo un lugarejo, un nombre geográfico más, perdido en la toponimia que tachona a los mapas de la Isla. Ah, pero cuando se le menciona, lo mismo en un pub londinense que en una taberna andaluza, no es desconocido para nadie.
Porque ese punto escondido en nuestra geografía de ensoñación se llama nada menos que Daiquirí.
Los antecedentes
En Cuba estaban dadas todas las premisas para que se produjese el milagro.
En primer lugar, un sol explosivamente radiante. Y el receptor de sus rayos, la caña, que en el portento de su quimismo los transforma en la dulce sangre de sus venas azucaradas.
Las mieles de esa yerba gigante se transformarán en líquido espirituoso, por esa maravilla de la naturaleza llamada fermentación, por fervere, “hervir”, pues tal cosa parece que hacen los caldos durante el proceso mágico.
Así, en tierra cubana, surge ese personaje del cual comentara un experto: “El ron blanco es nuestra luz destilada; el ron oro es nuestro sol líquido”.
De Canarias –las islas que los antiguos nombraron Afortunadas-- también llegó el segundo de los protagonistas de esta croniquilla que hemos venido a hilvanar en la santiaguera playa de Daiquirí, en la costa sudoriental cubana.
Sí, era Canarias escala obligada en la azarosa travesía oceánica. De modo que de allá vino todo lo recibiríamos: desde la gallina hasta la primera mujer no indocubana. Por esa vía, en muy temprana fecha, arriba el limonero, que aquí se adapta para convertirse en esa variedad que llaman criolla, de fruto pequeño y jugoso.
Pronto los que gustaban de trasegar alcohol garganta abajo –la gente de la mar a la cabeza de aquella tropa bebedora-- descubren un secreto de cuya posesión se felicitan. ¡Qué bien llevados se acompañan el hijo del limonero y el de la caña de azúcar! ¡Cuánto agradece el paladar la mezcla paradisíaca del noble zumo del limón y el agresivo líquido llameante!
Los “hermanos de la costa” –la turba piratesca-- se refocilarían con la deliciosa mezcla de alcohol y ácido ascórbico. De fechoría en asalto, trasegaban entre pecho y espalda aquel trago, al cual, significativamente, bautizan como drake, en honor de Francis, el británico que sembró el terror en todos los puntos de la rosa náutica.
Hasta principios de los 1800 se estuvo bebiendo drake, nos dice Fernando G. Campoamor. Pero entonces sucede un hecho que vendría a revolucionar al panorama: de Boston, cuidadosamente abrigado para su conservación, comienza a llegar hielo a San Cristóbal de La Habana.
Así, ya han subido a escena tres de los personajes que nos han traído hasta Daiquirí, para contar una historia con final feliz.
Nace el daiquirí
Estoy convencido de que, según gentes criadas bajo otros climas –con la piel predispuesta para sentir la amable caricia (?) de la nieve--, algunos parajes del Oriente cubano pueden resultar ríspidos durante ciertos momentos de nuestro verano.
Ése era el caso del joven ingeniero norteamericano Jennings S. Cox, quien a finales del siglo XIX andaba en trajines de explotación minera por el calientico Daiquirí.
De seguro el susodicho era moderadamente aficionado a los vapores etílicos y, algo sofocado, un día --¡momento bendito!-- se le ocurrió hacer coincidir en su vaso al excelente ron santiaguero, al zumo del limón y al hielo frappe, mixtura a la cual adicionó --comedidamente-- una pizca de azúcar refinada, ésa que el sabio cubano Don Fernando Ortiz, contrapunteando con el pardo tabaco, llamó “la blanconaza”.
Poco después –tras la tétrica puesta en escena del acorazado Maine-- hay tropas norteamericanas inmiscuyéndose en nuestra bronca con los ibéricos, desembarcando en Daiquirí.
Entonces, según se afirma, alguno de los expedicionarios decide que, si se ha de morir bajo el plomazo de un fusil español, es mejor hacerlo sin aquel calor de Lucifer, y con el alma achispadamente alegre. Y se pone a beber del brebaje refrescante que el ingeniero Cox le ofrece. De inmediato, los demás rough riders están empinando el codo con aquel néctar exquisito.
(Ninguno de ellos sospecha que será un coterráneo suyo quien, definitivamente, iba a canonizar al trago oriental).
El daiquirí adquiere a su padrino irrebatible
Aquel trago vería crecer, exponencialmente, su popularidad. Primero, iba a ser demandado con insistencia en el santiaguero Hotel Venus. Después, en el capitalino Plaza.
Pero su auge definitivo lo adquiriría en el viejohabanero restaurante
El Floridita, bajo las manos privilegiadas del cantinero catalán Constantino Ribalaigua Vert. Y allí encontraría a su padrino.
Un norteamericano --quien cuando conoció a Cuba no tenía barba ni era famoso-- escribió sobre el brebaje celestial, quizás mientras intercambiaba besos con Marlene Dietrich, en El Floridita:
“Había bebido daiquiríes dobles helados, los grandiosos daiquirís que prepara Constante, que no sabían a alcohol y que daban la misma sensación, al beberlos, que produce el esquiar barranca abajo por el glacial cubierto de nieve en polvo…”.
Mas no le bastaría con eso. No, porque Ernest Miller Hemingway se iba a graduar de barman en El Floridita, al diseñar su daiquirí, el Papa´s Special, carente de azúcar y con la dosis de ron duplicada.
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