Sí, ya lo sé: vivimos inmersos en una especie de tsumani de las llamadas “malas palabras”.
En el vecindario, en el centro laboral, en el consultorio del médico de la familia y hasta en el aula, la impudicia muestra su oreja peluda.
Cuando uno viaja a bordo de la guagua, las P y los C rebotan contra las paredes de la carrocería.
¡Ah!, pero no todo es en blanco y negro.
Y la “mala palabra” tiene su uso, que no ha de tornarse abuso. En la intimidad. En el diálogo amistoso y chispeante. En el jugueteo de la pareja.
Es más: en la literatura. Cuando García Márquez concibió la noveleta "El coronel no tiene quien le escriba", el olvidado combatiente, siempre en espera de su pensión, tiene que rebelarse cuando quieren comerse su única posesión sobre la tierra, un gallo de pelea, y la obra termina con la protesta del protagonista, concretada en una palabra fuerte.
Y ahora mismo me estoy acordando de mi carnal Héctor Zumbado y Argueta, el conocidísimo y nunca suficientemente llorado humorista, quien alguna vez me dijo: “Yeyo, ¿has conocido a alguien que, cuando le cae sobre el dedo gordo del pie una olla de presión llena de frijoles negros, exclame ¡Extraordinario!?”.
Sí, todo en su lugar.
(Y no se piense que estamos haciendo la alabanza de la procacidad, siempre lesiva para todo bien nacido que posea sensibilidad y cordura).
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