En el habla popular cubana, se denominaba palmacristazo a la acción de obligar a un oponente político, previamente secuestrado, a tomar una gran cantidad de aceite de ricino, purgante terrible.
O, en casos extremos, hasta lubricante de maquinarias.
Fueron frecuentes los palmacristazos en una etapa de nuestra historia, promovidos por grupos políticos que así seguían las huellas de los fascistas italianos, inventores de tal método intimidatorio.
Ahora estoy recordando esta anécdota, que narró el inolvidable colega Guillermo Lagarde.
Cierto periodista --algo tontuelo, a pesar de su profesión--, quien conducía una hora radial del Partido Ortodoxo en la época citada, no paraba de afirmar que no tendría problemas de ninguna índole, pues él era sólo “un profesional”, y nadie iba a osar agredirlo.
Hasta que un día lo secuestraron y, tras llevarlo a las orillas del río Almendares, fue obligado a trasegar garganta abajo un par de litros del temido purgante.
En una casa de socorros, virado como un guante, se convenció, entre llantos y ventosidades, en cuanto a la ingenuidad de su pretensión.
Por fortuna, para nosotros los cubanos, el término palmacristazo está hoy, definitivamente, en desuso.
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