Es un hecho bien conocido: la prolongadísima estancia de los árabes en la península ibérica, que se extendió por casi ocho siglos, iba a marcar indeleblemente al idioma castellano. Y esto, claro está, también se refleja en lo que hablamos los expresivos hijos de la Perla de las Antillas.
Ejemplos sobrados de ello lo encontramos en el léxico de la alimentación, pues tal procedencia tienen palabras como aceite, aceituna, albóndiga, alcachofa, arroz… y azúcar, el rubro que durante siglos presidió nuestra producción agroindustrial.
Igual abolengo muestran voces militares, como adalid, para designar al líder guerrero; acicate, la espuela con la cual el hombre de caballería estimulaba a la cabalgadura; alarde, en su significado de operación bélica; alfanje, la conocida arma blanca; alférez y almirante, grados militares; atalaya, punto desde donde se observa al enemigo.
En muchas palabras castellanas relacionadas con la Química también se puede rastrear la impronta árabe. Tal es el caso de alambique, el instrumento usado en la destilación para obtener, entre otros productos, nuestro deleitable ron. O álcali, toda materia capaz de neutralizar a los ácidos. O amalgama, mezcla de un metal con mercurio. O los nombres de muy diversas sustancias y productos, como alcanfor, alcohol, alquitrán, añil, ámbar, azafrán, almagre, almizcle y algalia, estos dos últimos utilizados en perfumería.
En fin: el bajante que encabeza este artículo no miente: los cubiches, también, hablamos en árabe.
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