Un día cierto viajero anglófono, hombre apasionadísimo por Cuba, con entusiasmo recorría mapas de nuestros campos y ciudades. Tras un suspiro levantó la vista de un pliego y me dijo, entre quejoso y divertido, en su media lengua: “Coñou, Archie, esto no ser un mapa. ¡Ser un santoral!”.
Y sobradas razones asistían al amigo visitante.
Así, Santa Rosa, aunque sea de Lima, anda por la geografía cubana en 32 puntos, según el atlas que describe nuestra realidad física.
Santa Rita, “abogada de imposibles”, acumula 15 menciones. San Antonio merece 26, incluidos dos municipios, que no en vano goza de vara alta, por ser “santito casamentero”.
San Francisco, ecólogo seráfico, hermano lo mismo de las estrellas que de los lobos, llega a la treintena. Pero San Isidro, pobre labrador, solo tiene 6, incluido un barrio habanero que en tiempos pasados se clasificó como “zona de tolerancia”.
San Luis, con todo lo rey que fue, se anota menos de una docena aunque, como San Antonio, preside dos ayuntamientos.
Claro, también el asunto tiene su punta jocosa. Muchos imaginan en Santos Suárez —barrio capitalino— un homenaje a varios hermanos piadosísimos. Pero a Santos Suárez (Joaquín) le bastó una muy profana, intelectual y política vida en la Cuba del siglo XIX, cuando fue secretario de la Sociedad Patriótica.
No hay que obtener la santidad plena para figurar en el mapa. Ahí tienen, en la provincia holguinera, al humilde Fray Benito. Y Las Monjas, quienes de seguro por su labor misionera dejaron un nombre para el accidente del cayerío.
El, para los creyentes, sacrosanto Nombre de Dios aparece en una ensenada y un río pinareños.
Sesudos folklorólogos aseguran que los devotos tratan confianzudamente a San Pedro, quizás por su humilde origen, o tal vez gracias a su carácter de portero celestial, que lo hace muy cercano a los asuntos terrenos. Por esto no ha de asombrarnos que los santiagueros hayan inventado, con cariño, un San Pedrito para nombrar a un barrio. Menos fácil de entender es la existencia de un camagüeyano San Miguelito, diminutivo que no le cuadra al fiero jefe de las milicias celestiales. (“San Miguel venció al enemigo / con el Santísimo…”, cantan los devotos de nuestro espiritismo).
Por traidorzuelo, a Judas los avileños lo mandaron desterrado a un cayo.
Pero no todo es “Iglesia”, con ortodoxa mayúscula. Porque ahí tenemos a La Bruja, quien residió en una loma oriental y en otra espirituana. Y Boca de las Brujas mete miedo en un caserío matancero. (Estas señoras de la noche pueden ser africanas, gallegas o “isleñas” —canarias—, que de todas esas latitudes hemos recibido carga mágica).
El bantú Zarabanda se fue hacia un paraje cenaguero, portando su múltiple identidad, que lo equipara con el cristiano San Pedro y con Ogún, señor yoruba de la forja.
Si entran en conjunción un topónimo y un mote, ambos de procedencia religiosa, la mixtura puede resultar explosiva. Algún forastero localizaba en Santiago a cierto personaje apodado El Diablo, y le contestaron que El Diablo vivía ahí alantico, pa´ la parte atrá´el infierno. El lance casi termina en trompones, pues el recién llegado pensó que le tomaban el pelo. Pero la información era exacta y nada burlona. Remitía a un paraje santiaguero así llamado: El Infierno.
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