Parece un sello. O un tatuaje que llevamos sobre el pecho en cada día de nuestra existencia..
Es nuestro apellido.
Puede ser un patronímico, formado a partir del nombre del cabeza de familia: de Fernando, Fernández; de Pero (Pedro, en español antiguo), Pérez; de Gonzalo, González; Díez, de Diego. Este fenómeno también lo encontramos en otros idiomas. Por ejemplo, el apellido Johnson significa “hijo de John”.
En la Edad Media los oficios solían heredarse. Lo cual dio nombre a muchos apellidos que identificaban a una familia: Zapatero, Herrero, Tejedor, Vaquero o Baquero, Moliner, Carretero, Notario. Smith, el más común apellido inglés, significa forjador, herrero.
Pueden tener también un origen toponímico, por el lugar de procedencia: Triana, Aragón, Carranza, Toledo, Sevilla, Valencia, Segovia, Padrón, Ávila.
La gentuza “nobiliaria” dejó asimismo su huella: Duque, Marqués, Conde. Y allá, en un rinconcito, preterido, ninguneado, maltratadísimo, el pueblo: Vasallo.
Lo físico de la persona no faltaría en la nómina de los apellidos: Delgado, Pardo. Blanco, Pequeño, Gallardo. Calvo, Castaño, Cano.
E iba a estar presente hasta lo tétrico: Cadalso, Verdugo.
Los apellidos de quienes cotidianamente tratamos recorren el santoral: Santiesteban, Santamaría, Santamarina, Sanjuán, Santana. Y se podrá preguntar cualquiera el porqué de tantos canonizados, entre nosotros, los cubanos, ¡tan lejos de la santidad!
El lío estriba en que, dentro de este ajiaco cubano que definió Don Fernando, también entraron los israelitas, quienes, perseguidos por la Inquisición, se cambiaban el apellido, por otro, cuanto más cristiano mejor.
Para resumir, queridas comadres, estimados compadres: sí, el apellido es palabra muy sagrada. Nacida en aquel templo: la familia. Donde, desde niñitos, nos enseñaron a idolatrar a un templo mayor: la patria.
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