Cuando por los años 1500 los Habsburgos, casa reinante en España, se enorgullecían diciendo que en su imperio jamás el sol se ponía, describían una realidad indiscutible.
Y, ¿se imagina usted, amable ciberlector, cuál era el ombligo de aquellos reinos sin fin?
Acertó usted: Cuba.
Por aquí pasaban tanto los metales preciosos de México y Perú, como las exquisiteces asiáticas provenientes de Filipinas.
Y, junto con las mercaderías, durante siglos fueron llegando gentes de todas las latitudes.
Por eso nuestra habla es una mezcolanza, un revoltijo, un arroz con mango.
Nuestros masacrados indiecitos están presentes en esa mezcla. De ellos heredamos desde bohío hasta jutía, desde guasasa hasta yagua.
De los gitanos llegaron términos como surnar (dormir), jara (policía), jiñar (defecar), curralar (trabajar) o pirabar (efectuar el coito).
Generosísimo fue el aporte de los africanos. Gracias a ellos pronunciamos moropo (cabeza), ñampiarse (morirse), beroco (testículo), iriampo (comida), cumbancha (fiesta) o Las Quimbambas (lugar muy alejado).
¿Con qué unidad miden la tierra nuestros caficultores? Pues con el caró (décima parte de una caballería), voz derivada de una francesa que significa “cuadradito”.
¿Qué artefacto nos permite conectar y desconectar la electricidad? Claro, el catao. (Del inglés, cut out switch).
Y así, ad infinitum.
Porque, cuando un cubano habla, con la lengua está recorriendo el planeta completo.
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