A mí no hay quien me convenza de lo contrario: las palabras son decididamente caprichosas, sobre todo en lo que a su cuna se refiere.
Sí, porque hay casos de voces que nos llegaron, por ejemplo, de alguna vertiente del mundo hispánico, fuese de los gallegos, de los andaluces, de los catalanes, de los canarios, etcétera, etcétera, mientras otras, tienen prosapia conga, o yoruba, o carabalí.
Hubo las que aquí implantaron los fugitivos que se lanzaron a cruzar el Paso de los Vientos, cuando el vendaval haitiano, allá por los finales de los 1700 y principios de los 1800.
Abundan, sobre todo en la nómina geográfica, las voces de abolengo indocubano.
Ah, pero ahí no concluye el asunto. ¿Pedía usted un ejemplo? Pues allá va, contenido en la sonora palabra merolico.
Sí, merolico nos llegó por una singular vía: los universalizados, globalizados medios de difusión masiva.
En efecto: hace unos años, en una lacrimógena telenovelita de medio pelo, en un culebrón, en una soap opera procedente de México, figuraba un personaje protagónico, tipo buscavidas a más no poder, pero nobilísimo bienhechor de una niñita desprotegida.
Entonces, de pronto, sin que nadie lo esperase, como por arte de magia, comenzó a rodar entre nosotros el dichoso término. De manera que hoy es moneda corriente en Cuba la palabra merolico, con el significado de “mercachifle”, “buhonero”, comerciante en menor escala del mercado subterráneo.
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