Carlos I de España y V de Alemania decía, con toda la razón del mundo, que en su colosal imperio jamás se ponía el sol.
Y, ¿cuál era el ombligo de aquellos interminables territorios?
Es bien sabido que, durante siglos, fuimos la Llave del Nuevo Mundo, el Antemural de Indias, la Margarita de los Mares, la Encrucijada de las Flotas.
Por aquí pasaban tanto los metales preciosos de México y Perú, como el vino renano, la harina de Castilla o las exquisiteces asiáticas provenientes de Filipinas.
Y no sólo circulaban mercaderías de todo tipo y procedencia, sino gentes de variopintos pelajes.
Así, en nuestra más antigua fortaleza los artilleros eran alemanes de ojos azules, mientras al tambor de guerra lo percutía un africano que no hablaba español.
Por tanto, no ha de extrañarnos que el habla del cubano, en materia racial, sea copiosísima.
Así, por sólo citar algunos ejemplos, tenemos desde la mulata color cartucho hasta el morito, pasando por las pielcanelas, los jabaos y los capirros.
A los blancos llamamos macris, masaecocos o múcaros.
Los chinos son narras, mientras que al negro se le han dedicado despectivos múltiples, generalmente derivados de niche.
Al final, aquí el que no tiene de congo, tiene de carabalí, y todo se formó gracias a los “gallegos”, con razón calificados de piolos o petroleros.
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